domingo, 14 de enero de 2018

NEOCONSTITUCIONALISMO Y PONDERACIÓN JUDICIAL

NEOCONSTITUCIONALISMO Y PONDERACIÓN JUDICIAL Luis PRIETO SANCHÍS Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Castilla-La Mancha SUMARIO: 1. ¿Qué puede entenderse por neoconstitucionalismo?–2. El modelo de Estado cons- titucional de Derecho.–3. El neoconstitucionalismo como teoría del Derecho.–4. La ponderación y los conflictos constitucionales.–5. El juicio de ponderación.–6. Ponderación, discrecionalidad y democracia. 1. ¿QUÉ PUEDE ENTENDERSE POR NEOCONSTITUCIONALISMO? EOCONSTITUCIONALISMO, constitucionalismo contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto confuso para aludir a dis- tintos aspectos de una presuntamente nueva cultura jurídica. Creo que son tres las acepciones principales (1). En primer lugar, el constitucionalismo puede encarnar un cierto tipo de Estado de Derecho, designando, por tanto, el modelo institucional de una determinada forma de organización política. En segundo término, el consti- tucionalismo es también una teoría del Derecho, más concretamente aquella teoría apta para explicar las características de dicho modelo. Finalmente, por constitucio- nalismo cabe entender también la ideología que justifica o defiende la fórmula política así designada. Aquí nos ocuparemos preferentemente de algunos aspectos relativos a las dos primeras acepciones, pero conviene decir algo sobre la tercera. En realidad, el AFDUAM 5 (2001), pp. 201-228. (1) Con algunas libertades adopto aquí el esquema propuesto por P. Comanducci, «Formas de (neo)constitucionalismo: un reconocimiento metateórico», trabajo inédito. (neo)constitucionalismo como ideología presenta diferentes niveles o proyecciones. El primero y aquí menos problemático es el que puede identificarse con aquella filosofía política que considera que el Estado constitucional de Derecho representa la mejor o más justa forma de organización política. Naturalmente, que sea aquí el menos problemático no significa que carezca de problemas; todo lo contrario, pre- sentar el constitucionalismo como la mejor forma de gobierno ha de hacer frente a una objeción importante, que es la objeción democrática o de supremacía del legis- lador: a más Constitución y a mayores garantías judiciales, inevitablemente se redu- cen las esferas de decisión de las mayorías parlamentarias, y ocasión tendremos de comprobar que ésta es una de las consecuencias de la ponderación judicial. Una segunda dimensión del constitucionalismo como ideología es aquella que pretende ofrecer consecuecias metodológicas o conceptuales y que puede resumir- se así: dado que el constitucionalismo es el modelo óptimo de Estado de Derecho, al menos allí donde existe cabe sostener una vinculación necesaria entre el Dere- cho y la moral y postular, por tanto, alguna forma de obligación de obediencia al Derecho. Por último, la tercera versión del constitucionalismo ideológico, que suele ir unida a la anterior y que tal vez podría denominarse constitucionalismo dogmático, representa una nueva visión de la actitud interpretativa y de las tareas de la ciencia y de la teoría del Derecho, propugnando bien la adopción de un punto de vista interno o comprometido por parte del jurista, bien una labor crítica y no sólo descriptiva por parte del científico del Derecho. Ejemplos de estas dos últimas implicaciones pueden encontrarse en los planteamientos de autores como Dwor- kin, Habermas, Alexy, Nino, Zagrebelsky y, aunque tal vez de un modo más mati- zado, Ferrajoli (2). 2. EL MODELO DE ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO En la primera acepción, como tipo de Estado de Derecho, cabe decir que el neoconstitucionalismo es el resultado de la convergencia de dos tradiciones consti- tucionales que con frecuencia han caminado separadas (3): una primera que conci- be la Constitución como regla de juego de la competencia social y política, como pacto de mínimos que permite asegurar la autonomía de los individuos como suje- tos privados y como agentes políticos a fin de que sean ellos, en un marco demo- crático y relativamente igualitario, quienes desarrollen libremente su plan de vida personal y adopten en lo fundamental las decisiones colectivas pertinentes en cada momento histórico. En líneas generales, esta es la tradición norteamericana origi- naria, cuya contribución básica se cifra en la idea de supremacía constitucional y en su consiguiente garantía jurisdiccional: dado su carácter de regla de juego y, por (2) He tratado de estos aspectos en Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 2.ª ed., 1999, pp. 49 y ss. (3) Sobre esas dos tradiciones sigo en lo fundamental el esquema propuesto por M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 1996, pp. 55 y ss.; del mismo autor, vid. también Constitución. De la antigüedad a nuestros días, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001, pp. 71 y ss. tanto, de norma lógicamente superior a quienes participan en ese juego, la Consti- tución se postula como jurídicamente superior a las demás normas y su garantía se atribuye al más «neutro» de los poderes, a aquel que debe y que mejor puede man- tenerse al margen del debate político, es decir, al poder judicial. La idea del poder constituyente del pueblo se traduce aquí en una limitación del poder político y, en especial, del más amenazador de los poderes, el legislativo, mediante la cristaliza- ción jurídica de su forma de proceder y de las barreras que no puede traspasar en ningún caso. En este esquema, es verdad que el constitucionalismo se resuelve en judicialismo, pero –con independencia ahora de cuál haya sido la evolución del Tribunal Supremo norteamericano (4)– se trata en principio de un judicialismo estrictamente limitado a vigilar el respeto hacia las reglas básicas de la organiza- ción política. La segunda tradición, en cambio, concibe la Constitución como la encarnación de un proyecto político bastante bien articulado, generalmente como el programa directivo de una empresa de transformación social y política. Si puede decirse así, en esta segunda tradición la Constitución no se limita a fijar las reglas de juego, sino que pretende participar directamente en el mismo, condicionando con mayor o menor detalle las futuras decisiones colectivas a propósito del modelo económi- co, de la acción del Estado en la esfera de la educación, de la sanidad, de las rela- ciones laborales, etc. También en líneas generales, cabe decir que esta es la con- cepción del constitucionalismo nacido de la revolución francesa, cuyo programa transformador quería tomar cuerpo en un texto jurídico supremo. Sin embargo, aquí la idea de poder constituyente no quiere agotarse en los estrechos confines de un documento jurídico que sirva de límite a la acción política posterior, sino que pretende perpetuarse en su ejercicio por parte de quien resulta ser su titular indis- cutible, el pueblo; pero, como quiera que ese pueblo actúa a través de sus represen- tantes, a la postre será el legislativo quien termine encarnando la rousseauniana voluntad general que, como es bien conocido, tiende a concebirse como ilimitada. Por esta y por otras razones, que no es del caso comentar, pero entre las que se encuentra la propia disolución de la soberanía del pueblo en la soberanía del Esta- do, tanto en Francia como en el resto de Europa a lo largo del siglo XIX y de parte del XX, la Constitución tropezó con dificultades prácticamente insalvables para asegurar su fuerza normativa frente a los poderes constituidos, singularmente fren- te al legislador y frente al gobierno. De modo que este constitucionalismo se resuelve más bien en legalismo: es el poder político de cada momento, la mayoría en un sistema democrático, quien se encarga de hacer realidad o, muchas veces, de frustrar cuanto aparece «prometido» en la Constitución. Sin duda, la presentación de estas dos tradiciones resulta esquemática y nece- sariamente simplificada. Sería erróneo pensar, por ejemplo, que en el primer mode- lo la Constitución se compone sólo de reglas formales y procedimentales, aunque sólo sea porque la definición de las reglas de juego reclama también normas sus- tantivas relativas a la protección de ciertos derechos fundamentales. Como tam- bién sería erróneo suponer que en la tradición europea todo son Constituciones revolucionarias, prolijas en su afán reformador y carentes de cualquier fórmula de (4) Sobre esa evolución puede verse Ch. WOLFE, La transformación de la interpretación cons- titucional, trad. de M. G. RUBIO DE CASAS y S. VALCÁRCEL, Civitas, Madrid, 1991. garantía frente a los poderes constituidos. Pero, como aproximación general, creo que sí es cierto que en el primer caso la Constitución pretende determinar funda- mentalmente quién manda, cómo manda y, en parte también, hasta dónde puede mandar; mientras que en el segundo caso la Constitución quiere condicionar tam- bién en gran medida qué debe mandarse, es decir, cuál ha de ser la orientación de la acción política en numerosas materias. Aunque, eso sí, como contrapartida, la fórmula más modesta parece haber gozado de una supremacía normativa y de una garantía jurisdiccional mucho más vigorosa que la exhibida por la versión más ambiciosa. El neoconstitucionalismo reúne elementos de estas dos tradiciones: fuerte contenido normativo y garantía jurisdiccional. De la primera de esas tradiciones se recoge la idea de garantía jurisdiccional y una correlativa desconfianza ante el legislador; cabe decir que la noción de poder constituyente propia del neoconsti- tucionalismo es más liberal que democrática, de manera que se traduce en la existencia de límites frente a las decisiones de la mayoría, no en el apoderamien- to de esa mayoría a fin de que quede siempre abierto el ejercicio de la soberanía popular a través del legislador. De la segunda tradición se hereda, sin embargo, un ambicioso programa normativo que va bastante más allá de lo que exigiría la mera organización del poder mediante el establecimiento de las reglas de juego. En pocas palabras, el resultado puede resumirse así: una Constitución transfor- madora que pretende condicionar de modo importante las decisiones de la mayo- ría, pero cuyo protagonismo fundamental no corresponde al legislador, sino a los jueces. Para comprender mejor el alcance del constitucionalismo contemporáneo, al menos en el marco de la cultura jurídica europea, tal vez conviene recordar y tomar como punto de referencia la aportación del Kelsen, cuyo modelo de justi- cia constitucional, llamado de jurisdicción concentrada, sigue siendo por lo demás el modelo vigente en Alemania, Italia, España o Portugal, aunque segura- mente esa vigencia se cifre más en la apariencia de su forma de organización que en la realidad de su funcionamiento. Kelsen, en efecto, fue un firme partidario de un constitucionalismo escueto, circunscrito al establecimiento de normas de competencia y de procedimiento, esto es, a una idea de Constitución como norma normarum, como norma reguladora de las fuentes del Derecho y, con ello, reguladora de la distribución y del ejercicio del poder entre los órganos estatales (5). La Constitución es así, ante todo, una norma «interna» a la vida del Estado, que garantiza sólo el pluralismo en la formación parlamentaria de la ley, y no una norma «externa» que desde la soberanía popular pretenda dirigir o con- dicionar de manera decisiva la acción política de ese Estado, es decir, el conteni- (5) Advertía Kelsen que la Constitución, especialmente si crea un Tribunal Constitucional, debería de abstenerse de todo tipo de fraseología, porque «podrían interpretarse las disposiciones de la Constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad, la libertad, la moralidad, etc. como directivas relativas al contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidente- mente equivocada», pues conduciría a la sustitución de la voluntad parlamentaria por la voluntad judi- cial: «el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente insoportable», «La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)», en Escritos sobre la democracia y el socialismo, ed. de J. RUIZ MANERO, Debate, Madrid, 1988, pp. 142 y s. do de sus leyes (6). Puede decirse que con Kelsen el constitucionalismo europeo alcanza sus últimas metas dentro de lo que eran sus posibilidades de desarrollo: la idea de un Tribunal Constitucional es verdad que consagraba la supremacía jurídica de la Constitución, pero su neta separación de la jurisdicción ordinaria representaba el mejor homenaje al legislador y una palmaria muestra de descon- fianza ante la judicatura, bien es verdad que entonces estimulada por el Derecho libre; y, asimismo, la naturaleza formal de la Constitución, que dejaba amplísi- mos espacios a la política, suponía un segundo y definitivo acto de reconoci- miento al legislador (7). Constituciones garantizadas sin contenido normativo y Constituciones con un más o menos denso contenido normativo, pero no garantizadas. En cierto modo, éste es el dilema que viene a resolver el neoconstitucionalismo, apostando por una conjugación de ambos modelos: Constituciones normativas garantizadas. Que una Constitución es normativa significa que, además de regular la organización del poder y las fuentes del Derecho –que son dos aspectos de una misma realidad–, genera de modo directo derechos y obligaciones inmediatamente exigibles. Los documentos jurídicos adscribibles al neoconstitucionalismo se caracterizan, efecti- vamente, porque están repletos de normas que le indican a los poderes públicos, y con ciertas matizaciones también a los particulares, qué no pueden hacer y muchas veces también qué deben hacer. Y dado que se trata de normas y más concretamen- te de normas supremas, su eficacia ya no depende de la interposición de ninguna voluntad legislativa, sino que es directa e inmediata. A su vez, el carácter garanti- zado de la Constitución supone que sus preceptos pueden hacerse valer a través de los procedimientos jurisdiccionales existentes para la protección de los derechos: la existencia de un Tribunal Constitucional no es, desde luego, incompatible con el neoconstitucionalismo, pero sí representa un residuo de otra época y de otra con- cepción de las cosas, en particular de aquella época y de aquella concepción (kel- seniana) que hurtaba el conocimiento de la Constitución a los jueces ordinarios, justamente por considerar que aquélla no era una verdadera fuente del Derecho, sino una fuente de las fuentes, cuyos conflictos habían de dirimirse ante un órgano especialísimo con un rostro mitad político y mitad judicial. Pero si la Constitución es una norma de la que nacen derechos y obligaciones en las más diversas esferas de relación jurídica, su conocimiento no puede quedar cercenado para la jurisdic- ción ordinaria, por más que la existencia de un Tribunal Constitucional imponga complejas y tensas fórmulas de armonización. El constitucionalismo europeo de posguerra parece así haber tomado elemen- tos de distintas procedencias, conjugándolos de un modo bastante original. Frente a la idea rousseauniana de una soberanía popular permanentemente activa que, (6) Como dice F. Rubio, hay en Kelsen «una repugnancia a admitir la vinculación del legislador a los preceptos no puramente organizativos de la Constitución, a aceptar la predeterminación del con- tenido material de la ley», «Sobre la relación entre el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial en el ejercicio de la jurisdicción constitucional», Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 4, 1982, p. 40. (7) Sobre el modelo de justicia constitucional kelseniano y sus insuficiencias desde la perspec- tiva del constitucionalismo contemporáneo he tratado en «Tribunal Constitucional y positivismo jurí- dico», en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, compilación de M. CARBONELL, Porrúa, UNAM, México, 2000, pp. 312 y ss. además de dotarse de una Constitución, quiere prolongarse en la inagotable volun- tad general que se hace efectiva a través del legislador, parece haber retornado más bien a la herencia norteamericana que veía en la Constitución la expresión acabada de un poder constituyente limitador de los poderes constituidos, incluido el legisla- dor. Pero, frente a la concepción más escueta de la Constitución como regla del juego que se reduce a ordenar el pluralismo político en la formación de la ley, una visión presente en el primer constitucionalismo norteamericano pero también en Kelsen, las nuevas Constituciones no renuncian a incorporar en forma de normas sustantivas lo que han de ser los grandes objetivos de la acción política, algo que se inscribe mejor en la tradición de la revolución francesa. Del primero de los mode- los enunciados se deduce la garantía judicial, que es el método más consecuente de articular la limitación del legislador; pero del segundo se deducen los parámetros del enjuiciamiento, que ya no son reglas formales y procedimentales, sino normas sustantivas. Desde esta perspectiva, no cabe duda que el Estado constitucional representa una fórmula del Estado de Derecho, acaso su más cabal realización, pues si la esencia del Estado de Derecho es el sometimiento del poder al Derecho, sólo cuan- do existe una verdadera Constitución ese sometimiento comprende también al legislativo. Y esto en sí mismo no es ninguna novedad. Ya en 1966, Elías Díaz se preguntaba si en el Estado de Derecho habría base para el absolutismo legislativo y su respuesta era categóricamente negativa: «el poder legislativo está limitado por la Constitución y por los Tribunales, ordinarios o especiales según los sistemas, que velan por la garantía de la constitucionalidad de las leyes» (8). Sin embargo, al margen de que el citado autor insistiese más en el principio de legalidad que en el de constitucionalidad y al margen también de que afirmase la supremacía (más que el equilibrio) del legislativo sobre el judicial, hay al menos dos elementos en el constitucionalismo contemporáneo que suponen una cierta corrección al modelo liberal europeo de Estado de Derecho y ambos han sido ya aludidos. El primero es la fuerte «rematerialización» constitucional, impensable en el contexto decimonó- nico. La Constitución ya no sólo limita al legislador al establecer el modo de pro- ducir el Derecho y, a lo sumo, algunas barreras infranqueables, sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni concluyente. El segundo elemento, y tal vez más importante, es lo que pudiéramos llamar el desbordamiento constitu- cional (9), esto es, la inmersión de la Constitución dentro del ordenamiento jurídi- co como una norma suprema. Los operadores jurídicos ya no acceden a la Consti- tución a través del legislador, sino que lo hacen directamente, y, en la medida en que aquella disciplina numerosos aspectos sustantivos, ese acceso se produce de modo permanente, pues es difícil encontrar un problema jurídico medianamente serio que carezca de alguna relevancia constitucional. (8) E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Edicusa, Madrid, 1966, p. 21. La afir- mación se mantiene inalterada en la novena edición, Taurus, Madrid, 1998, pp. 47 y s. (9) Tomo prestada la expresión de A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, Sevilla, 1993, un trabajo por lo demás muy luminoso para comprender algunas implicaciones del constitucionalismo contempo- ráneo. Conviene subrayar la importancia que para la justicia constitucional tiene la confluencia de esas dos tradiciones y, consiguientemente, la incorporación de prin- cipios, derechos y directivas a un texto que se quiere con plena fuerza normativa. Porque ahora esas cláusulas materiales no se presentan sólo como condiciones de validez de las leyes, según advirtió Kelsen de forma crítica. Si únicamente fuese esto, el asunto sería transcendental sólo para aquellos órganos con competencia específica para controlar la ley, lo que en verdad no es poco. Sin embargo, la voca- ción de tales principios no es desplegar su eficacia a través de la ley –se entiende, de una ley respetuosa con los mismos– sino hacerlo de una forma directa e inde- pendiente. Con lo cual, la normativa constitucional deja de estar «secuestrada» dentro de los confines que dibujan las relaciones entre órganos estatales, deja de ser un problema exclusivo que resolver entre el legislar y el Tribunal Constitucio- nal, para asumir la función de normas ordenadoras de la realidad que los jueces ordinarios pueden y deben utilizar como parámetros fundamentales de sus decisio- nes. Desde luego, las decisiones del legislador siguen vinculando al juez, pero sólo a través de una interpretación constitucional que efectúa este último (10). 3. EL NEOCONSTITUCIONALISMO COMO TEORÍA DEL DERECHO El Estado constitucional de Derecho que acaba de ser descrito parece reclamar una nueva teoría del Derecho, una nueva explicación que en buena medida se aleja de los esquemas del llamado positivismo teórico. Hay algo bastante obvio: la crisis de la ley, una crisis que no responde sólo a la existencia de una norma superior, sino también a otros fenómenos más o menos conexos al constitucionalismo, como el proceso de unidad europea, el desarrollo de las autonomías territoriales, la revitali- zación de las fuentes sociales del Derecho, la pérdida o deterioro de las propias con- diciones de racionalidad legislativa, como la generalidad y la abstracción, etc. (11). En suma, la ley ha dejado de ser la única, suprema y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez éste sea el síntoma más visible de la cri- sis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a los dogmas de la estatali- dad y de la legalidad del Derecho. Pero seguramente la exigencia de renovación es más profunda, de manera que el constitucionalismo esté impulsando una nueva teoría del Derecho, cuyos rasgos más sobresalientes cabría resumir en los siguien- tes cinco epígrafes, expresivos de otras tantas orientaciones o líneas de evolución: más principios que reglas; más ponderación que subsunción; omnipresencia de la Constitución en todas las áreas jurídicas y en todos los conflictos mínimamente relevantes, en lugar de espacios exentos en favor de la opción legislativa o regla- mentaria; omnipotencia judicial en lugar de autonomía del legislador ordinario; y, por último, coexistencia de una constelación plural de valores, a veces tendencial- (10) En palabras de L. Ferrajoli, «la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo para- digma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución», Derechos y garantías. La ley del más débil, Introducción de P. Andrés, trad. de P. Andrés y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1999, p. 26. (11) Me he ocupado de ello en «Del mito a la decadencia de la ley. La ley en el Estado consti- tucional», en Ley, Principios, Derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 17 y ss. mente contradictorios, en lugar de homogeneidad ideológica en torno a un puñado de principios coherentes entre sí y en torno, sobre todo, a las sucesivas opciones legislativas (12). Comenzaremos por lo que tal vez se perciba mejor, la omnipresencia de la Constitución. Como hemos dicho, esta última ofrece un denso contenido material compuesto de valores, principios, derechos fundamentales, directrices a los pode- res públicos, etc., de manera que es difícil concebir un problema jurídico mediana- mente serio que no encuentre alguna orientación y, lo que es más preocupante, en ocasiones distintas orientaciones en el texto constitucional: libertad, igualdad –for- mal, pero también sustancial– seguridad jurídica, propiedad privada, cláusula del Estado social, y así una infinidad de criterios normativos que siempre tendrán alguna relevancia. Es más, cabe decir que detrás de cada precepto legal se adivina siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice. Por ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran, sin duda, respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como lo que la Constitución española llama «función social» de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promo- ción del bienestar general, el derecho a la vivienda o a la educación, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden requerir una limitación de la propiedad o de la autonomía de la voluntad. Es lo que se ha llamado a veces el efecto «impregnación» o «irradiación» del texto constitucional; de alguna mane- ra, todo deviene Derecho constitucional y en esa misma medida la ley deja de ser el referente supremo para la solución de los casos. Porque la Constitución es una norma y una norma que está presente en todo tipo de conflictos, el constitucionalismo desemboca en la omnipotencia judicial. Esto no ocurriría si la Constitución tuviese como único objeto la regulación de las fuentes del Derecho o, a lo sumo, estableciese unos pocos y precisos derechos fun- damentales, pues en tal caso la normativa constitucional y, por consiguiente, su garantía judicial sólo entrarían en juego cuando se violase alguna condición de la producción normativa o se restringiera alguna de las áreas de inmunidad garantiza- da. Pero, en la medida en que la Constitución ofrece orientaciones en las más hete- rogéneas esferas y en la medida en que esas esferas están confiadas a la garantía judicial, el legislador pierde lógicamente autonomía. No es cierto, ni siquiera en el neoconstitucionalismo, que la ley sea una mera ejecución del texto constitucional, pero sí es cierto que éste «impregna» cualquier materia de regulación legal, y entonces la solución que dicha regulación ofrezca nunca se verá por completo exenta de la evaluación judicial a la luz de la Constitución. En cierto modo, ha quedado ya explicado el último de los rasgos antes enun- ciados: el neoconstitucionalismo no representa un pacto en torno a unos pocos (12) Resumo aquí la caracterización más o menos coincidente que ofrecen distintos autores, como R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. de Jorge M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 159 y ss.; G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, epílogo de G. Peces-Barba, Trotta, Madrid, 1995, pp. 109 y ss.; R. GUASTINI, «La “costituzionalizza- zione” dell’ordinamento italiano», en Ragion Pratica, núm. 11, 1998, pp. 185 y ss. Puede verse tam- bién mi Constitucionalismo y Positivismo, citado, pp. 15 y ss. principios comunes y coherentes entre sí, sino más bien un pacto logrado mediante la incorporación de postulados distintos y tendencialmente contradictorios. En ocasiones, esto es algo que resulta patente y hasta premeditado, como sucede con el artículo 27 de la Constitución española (13). Otras veces, sin embargo, lo que ocurre es que se incorporan normas que resultan coherentes en el nivel abstracto o de la fundamentación, pero que conducen a eventuales conflictos en el nivel con- creto o de la aplicación. Así, y como ya hemos avanzado, las Constituciones suelen estimular las medidas de igualdad sustancial, pero garantizan también la igualdad jurídica o formal, y es absolutamente evidente que toda política orientada en favor de la primera ha de tropezar con el obstáculo que supone la segunda; se proclama la libertad de expresión, pero también el derecho al honor, y es, asimismo, obvio que pueden entrar en conflicto; la cláusula del Estado social, que comprende dis- tintas directrices de actuación pública, necesariamente ha de interferir con el modelo constitucional de la economía de mercado, con el derecho de propiedad o con la autonomía de la voluntad y, desde luego, ha de interferir siempre con las antiguamente indiscutibles prerrogativas del legislador para diseñar la política social y económica. Y así sucesivamente; tal vez sea exagerar un poco, pero casi podría decirse que no hay norma sustantiva de la Constitución que no encuentre frente a sí otras normas capaces de suministrar eventualmente razones para una solución contraria. Este carácter contradictorio de los documentos constitucionales presenta una extraordinaria importancia para el tema central que ha de ocuparnos, pero resulta también relevante desde la perspectiva del constitucionalismo ideológico al que aludimos al principio. Y es que, dada la densidad normativa de las Constituciones en torno principalmente al amplio catálogo de derechos fundamentales, es corrien- te escuchar que estos documentos jurídicos son algo así como el compendio de una nueva moral universal, que «ya no flota sobre el derecho... (sino que) emigra al interior del derecho positivo» (14). Ciertamente, son muchas las dificultades para concebir los derechos fundamentales como una verdadera ética, incluso aunque los entendamos de una forma homogénea en torno a la tradición liberal, pues los dere- chos encarnan más bien un consenso jurídico acerca de lo que podemos hacer, más que un consenso moral acerca de lo que debemos hacer (15). Pero es que, además, los derechos constitucionales no sólo se muestran como tendencialmente contra- dictorios en lo que tienen de ejercicio de la libertad, sino que responden incluso a (13) El artículo 27, cuya elaboración estuvo a punto de frustrar el consenso en la fase constitu- yente, regula el modelo educativo de una forma bastante prolija mediante la incorporación de postula- dos y pretensiones procedentes de distintas filosofías o ideologías educativas, por lo demás siempre presentes en la historia de la España contemporánea; por simplificar, algunos de los preceptos parecen dar satisfacción a la opción confesional, mientras que otros estimulan el desarrollo de la opción laica. Pero la cuestión es que, tal y como ha sido interpretado este artículo, no cabe decir que permita sin más el triunfo absoluto de una u otra opción, según cuál sea la mayoría parlamentaria, sino que recla- ma una fórmula integradora capaz de armonizar ambas, es decir, reclama un «encaje de bolillos», que por cierto termina efectuando el Tribunal Constitucional. (14) J. HABERMAS, «¿Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad?», en Escritos sobre moralidad y eticidad, Introducción y trad. de M. Jiménez Redondo, Paidós, Barcelona, 1991, p.168. (15) Sobre esta y otras dificultades de «La ética de los derechos», vid. el trabajo con este mismo título de F. VIOLA, Doxa, núm. 22, 1999, pp. 507 y ss. un esquema de valores diferente y en tensión; es lo que, con Zagrebelsky, podría- mos llamar la disociación entre los derechos y la justicia (16). Ciertamente, tras el panorama expuesto, pudiera pensarse que estas Constitu- ciones del neoconstitucionalismo son un despropósito, un monumento a la antino- mia: un conjunto de normas contradictorias entre sí que se superponen de modo permanente dando lugar a soluciones dispares. Sucedería efectivamente así si las normas constitucionales apareciesen como reglas, pero ya hemos dicho que una de las características del neoconstitucionalismo es que los principios predominan sobre las reglas. Mucho se ha escrito sobre este asunto y es imposible resumir siquiera los términos del debate. Pero, a mi juicio, la cuestión es la siguiente: si bien individualmente consideradas las normas constitucionales son como cuales- quiera otras, cuando entran en conflicto interno suelen operar como se supone que hacen los principios. La diferencia puede formularse así: cuando dos reglas se muestran en conficto ello significa que o bien una de ellas no es válida, o bien que una opera como excepción a la otra (criterio de especialidad). En cambio, cuando la contradicción se entabla entre dos principios, ambos siguen siendo simultánea- mente válidos, por más que en el caso concreto y de modo circunstancial triunfe uno sobre otro (17). Inmediatamente habremos de volver sobre esta cuestión, pero dado que hemos hablado de principios es el momento de formular la siguiente pregunta: el neocons- titucionalismo ¿determina una nueva teoría de la interpretación jurídica? (18). Algu- nos han respondido afirmativamente sugiriendo que el género de interpretación que requieren los principios constitucionales es sustancialmente distinto al tipo de inter- pretación que reclaman las reglas legales. Pero se impone una respuesta más cauta, al menos por dos motivos: primero, porque no existe una sola teoría de la interpreta- ción anterior al neoconstitucionalismo, ni tampoco una sola alentada o fundada en el mismo; desde el positivismo, en efecto, se ha mantenido tanto la tesis de la uni- dad de respuesta correcta (el llamado paleopositivismo), como la tesis de la discre- cionalidad (Kelsen, Hart); y desde el constitucionalismo, o asumiendo las conse- cuencias del mismo, resulta posible encontrar también defensores de la unidad de solución correcta (Dworkin), de la discrecionalidad débil (Alexy) (19) y de la dis- crecionalidad fuerte (Guastini, Comanducci). No creo que la entrada en escena o la desaparición de textos constitucionales hiciese cambiar de opinión a estos autores (16) G. ZAGREBELSKY, El derecho dúctil, citado, pp. 75 y ss. (17) Esta es la caracterización que hace R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de E. Garzón Valdés, CEC, Madrid, 1993, pp. 81 y ss. (18) Sobre la pretendida especificidad de la interpretación constitucional debe verse P. Coman- ducci, «Modelos e interpretación de la Constitución», en Teoría de la Constitución. Ensayos escogi- dos, citado, pp. 123 y ss. Aquí se sostiene de forma convincente que, en realidad, los modelos de inter- pretación constitucional son dependientes o se conectan estrechamente con la forma de concebir la Constitución misma. (19) Seguramente, son R. DWORKIN y R. ALEXY los autores en que con mayor intensidad se aprecian las implicaciones de una teoría de los principios que es, en suma, una teoría del constitucio- nalismo contemporáneo; implicaciones que van más allá del ámbito meramente explicativo acerca del funcionamiento de los sistemas jurídicos para alcanzar las esferas metodológicas y conceptuales sobre la idea de Derecho y su relación con la moral. Vid. sobre el particular A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de R. Dworkin y R. Alexy, CEPC, Madrid, 1998. acerca de la naturaleza de la interpretación. Y en segundo lugar ocurre que, aun cuando aceptásemos que los principios supongan una teoría de la interpretación propia, en ningún momento se ha dicho que los principios sean exclusivos de la Constitución. Las pautas normativas que suelen recibir el nombre de principios, como la libertad o la igualdad, estaban y siguen estando presentes en las leyes en forma de apelaciones al orden público, a la moralidad, a la equidad, etc.; y no creo que a primera vista se adivinen diferencias en la forma de aplicación de todas estas pautas. De manera que, si cabe hablar de alguna peculiaridad de la interpretación constitucional, la diferencia sería más de carácter cuantitativo que cualitativo: las Constituciones parecen presentar en mayor medida que las leyes un género de nor- mas, que suelen llamarse principios y que requieren el empleo de ciertas herramien- tas interpretativas. El estudio de una de estas herramientas nos llevará al último de los rasgos enunciados: más ponderación que subsunción. En resumen, dado que la teoría del Derecho pretende explicar o describir los rasgos caracterizadores y el modo de funcionamiento de los sistemas jurídicos, el cambio operado en estos últimos merced al constitucionalismo reclama nuevos planteamientos teóricos y, por tanto, la revisión de la herencia positivista que, al menos en el continente europeo, se forjó a la vista de realidades distintas. En parti- cular, me parece obvio que se impone una profunda revisión de la teoría de las fuentes del Derecho, sin duda menos estatalista y legalista, pero probablemente también más atenta al surgimiento de nuevas fuentes sociales; tampoco puede olvi- darse, en segundo lugar, el impacto que el constitucionalismo tiene sobre el modo de concebir la norma jurídica y la necesidad de considerar la presencia de nuevas «piezas del Derecho» (20), en particular de los principios; por último, pero muy unido a este último aspecto, se reclama también una más meditada y compleja teoría de la interpretación, alejada desde luego del formalismo decimonónico, pero que, a mi juicio, tampoco ha de conducirnos a conclusiones muy diferentes a las que propi- ció el positivismo maduro, esto es, a la tesis de la discrecionalidad, aunque, eso sí, pasando por el tamiz de la teoría de la argumentación. Todo ello es, sin duda, impor- tante, pero creo que no compromete el modo de enfocar la actividad teórica sobre el Derecho; como dice Comanducci, «la teoría del Derecho neoconstitucionalista resul- ta ser nada más que el positivismo jurídico de nuestros días» (21). 4. LA PONDERACIÓN Y LOS CONFLICTOS CONSTITUCIONALES (20) «Las piezas del Derecho» de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO es precisamente el título de una de las obras que más ha contribuido a revisar la teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelo- na, 1996. (21) P. COMANDUCCI, «Formas de (neo)constitucionalismo: un reconocimiento metateórico», citado, p. 14 del texto mecanografiado. deración, en efecto, hay siempre razones en pugna, intereses o bienes en conflicto, en suma, normas que nos suministran justificaciones diferentes a la hora de adop- tar una decisión. Ciertamente, en el mundo del Derecho el resultado de la pondera- ción no ha de ser necesariamente el equilibrio entre tales intereses, razones o nor- mas; al contrario, lo habitual es que la ponderación desemboque en el triunfo de alguno de ellos en el caso concreto. En cambio, donde sí ha de existir equilibrio es en el plano abstracto: en principio, han de ser todos del mismo valor, pues, de otro modo, no habría nada que ponderar; sencillamente, en caso de conflicto se impon- dría el de más valor. Ponderar es, pues, buscar la mejor decisión (la mejor senten- cia, por ejemplo) cuando en la argumentación concurren razones justificatorias conflictivas y del mismo valor. Lo dicho sugiere que la ponderación es un método para la resolución de cierto tipo de antinomias o contradicciones normativas. Desde luego, no de todas: no de aquellas que puedan resolverse mediante alguno de los criterios al uso, jerárquico, cronológico o de especialidad. Es obvio que los dos primeros no son aplicables a los conflictos constitucionales, que se producen en el seno de un mismo documen- to normativo. No así el tercero; por ejemplo, en la sucesión a la Corona de España se preferirá «el varón a la mujer» (art.57.1 CE) y ésta es una norma especial frente al mandato de igualdad ante la Ley del artículo14, que además expresamente prohi- be discriminación alguna por razón de sexo (22). Sin embargo, el criterio de especialidad en ocasiones también puede resultar insuficiente para resolver ciertas antinomias, concretamente aquellas donde no es posible establecer una relación de especialidad. Ello ocurre en las que algunos han llamado antinomias contingentes o en concreto (23), o antinomias externas o pro- pias del discurso de aplicación (24), o más comúnmente antinomias entre princi- pios. Moreso ha sugerido que ello ocurre cuando estamos en presencia de derechos (y deberes correlativos) incondicionales y derrotables (25), esto es, de deberes categóricos o cuya observancia no está sometida a la concurrencia de ninguna con- dición, pero que son prima facie o que pueden ser derrotados en algunos casos. Así, entre el deber de cumplir las promesas y el deber de ayudar al prójimo no se advierte ninguna contradicción en abstracto, pero es evidente que el conflicto puede suscitarse en el plano aplicativo, sin que pueda tampoco establecerse entre ellos una relación de especialidad, concibiendo uno de los deberes como una excepción permanente frente al otro. Para decirlo con palabras de Günther, «en el discurso de aplicación las normas válidas tienen tan sólo el status de razones prima (22) Aunque espero que el ejemplo pueda valer, conviene aclarar que en realidad no hay ningu- na norma constitucional que imponga el trato jurídico igual para hombres y mujeres; es más, de ser así, resultarían inviables las medidas que tratan de equilibrar la previa desigualdad social de la mujer. Lo que el artículo14 prohíbe es la desigualdad inmotivada o no razonable, es decir, lo que se llama dis- criminación. El artículo 57.1 permite excluir toda deliberación: en orden a la sucesión a la Corona no procede discutir si es razonable o no preferir al varón; así lo impone una norma especial y ello es sufi- ciente. Sobre el principio de igualdad y su particular forma de aplicación he tratado en «Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial», en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 69 y ss. (23) R. GUASTINI, Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. FERRER, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 167. (24) K. GÜNTHER, «Un concepto normativo de coherencia para una teoría de la argumentación jurídica», trad. de J. C. VELASCO, Doxa 17-18, 1995, p. 281. (25) J. J. MORESO, «Conflictos entre principios constitucionales», trabajo inédito, p. 13. facie para la justificación de enunciados normativos particulares tipo “debes hacer ahora p”. Los participantes saben qué razones son las definitivas tan sólo después de que hayan aducido todas las razones prima facie relevantes en base a una des- cripción completa de la situación» (26). Desde mi punto de vista, los conflictos constitucionales susceptibles de ponde- ración no responden a un modelo homogéneo, como tampoco lo hacen los princi- pios. De un lado, en efecto, creo que llamamos principios a las normas que carecen o que presentan de un modo fragmentario el supuesto de hecho o condición de aplicación, como sucede con la igualdad o con los derechos fundamentales. No puede en tales supuestos observarse el criterio de especialidad porque éste requiere que la descripción de la condición de aplicación aparezca explícita (27). Pero, de otra parte, son principios también las llamadas directrices o mandatos de optimiza- ción, que se caracterizan no ya por la nota de la incondicionalidad, sino por la par- ticular fisonomía del deber que incorporan, consistente en seguir una cierta con- ducta que puede ser realizada en distinta medida. Aquí la ponderación es necesaria porque la determinación de la medida o grado de cumplimiento del principio que resulta exigible en cada caso depende de distintas circunstancias y, en particular, de la presencia de otros principios en pugna. En la primera acepción, los principios no tienen por qué ser mandatos de optimización, sino que pueden requerir un com- portamiento cierto y determinado. En la segunda acepción, los principios no tienen por qué carecer de condición de aplicación (28). Dado que los mandatos de optimización pueden ser condicionales, es decir, describir en su enunciado el supuesto de hecho o la condición en que resulta proce- dente su seguimiento u observancia, cabe preguntarse si, cuando ello sucede, resul- taría viable resolver el conflicto mediante el criterio de la lex specialis. Por ejem- plo, si sobre la policía de tráfico recae el deber genérico de «procurar la fluidez de la circulación» y el deber específico en caso de accidente de «atender con la mayor diligencia a los heridos», podría pensarse que, cuando concurre esta última cir- cunstancia, el segundo de los mandatos desplaza al primero en virtud del criterio de especialidad. En la práctica, así viene a suceder casi siempre en un supuesto como el comentado. Sin embargo, creo que aun en estos casos merece la pena mantener la idea de ponderación porque, cuando entra en conflicto una directriz o mandato de optimización, la medida de su cumplimiento o satisfacción depende de (26) K. GÜNTHER, «Un concepto normativo de coherencia...», citado, p. 283. (27) R. GUASTINI ha sugerido que la clase de antinomias que «de hecho» son resueltas median- te ponderación bien podrían encontrar respuesta mediante el criterio de la lex specialis, «reformulando en sede interpretativa uno de los principios y, precisamente, introduciendo en ellos una cláusula de excepción o exclusión», Distinguiendo, citado, pp. 168 y s. Si he entendido bien, creo que más o menos en eso consiste la ponderación, en afirmar que cuando se produce cierta situación o concurre determinada circunstancia fáctica, una norma desplaza a la otra, de modo que dicha situación o cir- cunstancia excluye o representa una excepción a la eficacia de esta última. Sin embargo, aunque el resultado sea el mismo, ello no obedece a que la condición de aplicación descrita en una norma sea un «caso especial» respecto de la descrita en aquella con la que se entabla el conflicto, y ello porque jus- tamente, como se ve en ejemplo propuesto, estos principios carecen de condición de aplicación. De ahí que merezca subrayarse la matización de GUASTINI, «reformulando en sede interpretativa» lo que no aparece formulado en sede de los enunciados normativos. (28) Me he ocupado del tema con mayor detalle en «Diez argumentos sobre los principios», en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 52 y ss. la medida en que resulte exigible la realización del otro principio. Puede ocurrir, como en el ejemplo comentado, que el resultado del balance de razones dé como resultado la prioridad absoluta de uno de los mandatos, y entonces la conclusión sería idéntica a la que obtendríamos de observar el criterio de especialidad. Pero no tiene por qué ser siempre así; al contrario, lo normal es que la presencia de un principio reduzca, pero no elimine, la exigibilidad del mandato de optimización. Es más, incluso en caso de accidente de tráfico, el deber de procurar la fluidez de la circulación no quedará por igual en suspenso, cualquiera que sean las conse- cuencias del accidente, el estado de los heridos y otras circunstancias que cabe considerar. En definitiva, creo que estos conflictos o antinomias se caracterizan: 1) porque o bien no existe una superposición de los supuestos de hecho de las normas, de manera que es imposible catalogar en abstracto los casos de posible conflicto, o bien porque, aun cuando pudieran identificarse las condiciones de aplicación, con- curren mandatos que ordenan observar simultáneamente distintas conductas en la mayor medida posible; 2) porque, dada la naturaleza constitucional de los princi- pios en conflicto y el propio carácter de estos últimos, la antinomia no puede resol- verse mediante la declaración de invalidez de alguna de las normas, pero tampoco concibiendo una de ellas como excepción permanente a la otra; 3) porque, en con- secuencia, cuando en la práctica se produce una de estas contradicciones, la solu- ción puede consistir bien en el triunfo de una de las normas, bien en la búsqueda de una solución que procure satisfacer a ambas, pero sin que pueda pretenderse que en otros casos de conflicto el resultado haya de ser el mismo. De este modo, en un sistema normativo pueden convivir perfectamente el reconocimiento de la libertad personal y la tutela de la seguridad pública, la libertad de expresión y el derecho al honor, la igualdad formal y la igualdad sustancial, el derecho de propiedad y la tutela del medio ambiente o el derecho a la vivienda, la libertad de manifestación y la protección del orden público, el derecho a la tutela judicial y la seguridad jurídi- ca o el principio de celeridad y buena administración de justicia. No cabe decir que entre todas estas previsiones exista una antinomia; pero es también claro que en algunos casos puede entablarse un conflicto que ni puede resolverse mediante la declaración de invalidez de una de ellas, ni tampoco a través de un criterio de espe- cialidad que conciba a una como excepción frente a la otra. De acuerdo con la conocida clasificación de Ross, Guastini ha propuesto con- cebir estas antinomias contingentes o aptas para la ponderación como antinomias del tipo parcial/parcial (29). Ello significa que los ámbitos de validez de las res- pectivas normas son parcialmente coincidentes, de manera que en ciertos supues- tos de aplicación entrarán en contradicción, pero no en todos, pues ambos precep- tos gozan también de un ámbito de validez suplementario donde la contradicción no se produce. No estoy del todo seguro de que el esquema de Ross sea adecuado para explicar el conflicto entre principios, al menos entre los que hemos llamado incondicionales, que carecen de una tipificación del supuesto de aplicación. Me parece que las tipologías total/total, total/parcial y parcial/parcial están pensadas, (29) R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 169. De A. ROSS, vid. Sobre el Derecho y la justicia (1958), trad. de G. CARRIÓ, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 125. en efecto, para dar cuenta de las antinomias entre normas en las que se produce una superposición (parcial o total) de sus condiciones de aplicación, pero esto es algo que no ocurre con nuestros principios. A mi juicio, la intuición de Guastini tiene razón, pero sólo en parte: tiene razón en el sentido de que, al igual que acon- tece en la antinomia parcial/parcial, en las contingentes o en concreto la contradic- ción es eventual, no se produce en todos los casos de aplicación; pero la diferencia estriba en que en la antinomia parcial/parcial podemos catalogar exhaustivamente los casos de conflicto, es decir, sabemos cuándo se producirá éste, ya que las nor- mas presentan supuestos de aplicación parcialmente coincidentes que es posible conocer en abstracto, mientras que tratándose de principios la colisión sólo se des- cubre, y se resuelve, en presencia de un caso concreto, y los casos en que ello suce- de resultan a priori imposibles de determinar. Incluso cabría pensar si en algunos casos la antinomia entre principios pudiera adscribirse mejor a la tipología total/parcial o incluso total/total, en el sentido de que siempre que se intentase aplicar un principio surgiría el conflicto con otro. De modo que ya no serían antinomias circunstanciales o contingentes, sino necesarias. Así, entre el artículo 9.2, que estimula acciones en favor de la igualdad sustancial, y el artículo 14, que proclama la igualdad ante la Ley, se produce un conflicto necesa- rio, en el sentido de que siempre que se trate de arbitrar una medida en favor de la igualdad social o sustancial para ciertos individuos o grupos nos veremos obligados a justificar cómo se supera el obstáculo del artículo14, que nos ofrece una razón en sentido contrario. En realidad, lo que ocurre con el principio de igualdad es que la Constitución no suministra la descripción de las situaciones de hecho que imponen, como razón definitiva, un tratamiento jurídico igual o desigual; no sabemos, desde la Constitución, qué personas y circunstancias, ni a efectos de qué, han de ser trata- dos de un modo igual o desigual. Esto es algo que no cabe resolver en abstracto, sino en presencia de los casos de aplicación. Entre el artículo 9.2 y el 14 es obvio que no existe una relación de jerarquía o cronológica, pero tampoco de especiali- dad, dado que precisamente carecemos de una tipificación de los supuestos de hecho que nos permita discernir cuándo procede otorgar preferencia a uno u otro. Y, sin embargo, el conflicto resulta irremediable, pues siempre que deseemos cons- truir igualdades de facto habremos de aceptar desigualdades de iure; pero ese con- flicto hemos de resolverlo en el discurso de aplicación o ante el caso concreto (30). 5. EL JUICIO DE PONDERACIÓN Los supuestos hasta aquí examinados se caracterizan, pues, por la existencia de un conflicto constitucional que no es posible resolver mediante el criterio de (30) Del mismo modo, si concebimos la existencia de un principio general de libertad, cabría decir que todas las normas constitucionales que ofrecen cobertura a una actuación estatal limitadora de la libertad se encontrarían siempre prima facie en conflicto con dicho principio y, por ello, requeri- rían en todo caso un esfuerzo de justificación. De ello me he ocupado en un trabajo sobre «La limita- ción de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades», en Derechos y Libertades, núm. 8, 2000, pp. 429 y ss. especialidad. El juez ante el caso concreto encuentra razones de sentido contradic- torio; y es obvio que no cabe resolver el conflicto declarando la invalidez de algu- na de esas razones, que son precisamente razones constitucionales, ni tampoco afirmando que algunas de ellas han de ceder siempre en presencia de su opuesta, pues ello implicaría establecer una jerarquía que no está en la Constitución. Tan sólo cabe entonces formular un enunciado de preferencia condicionada, trazar una «jerarquía móvil» o «axiológica» (31), y afirmar que en el caso concreto debe triunfar una de las razones en pugna, pero sin que ello implique que en otro no deba triunfar la contraria. La ponderación intenta ser un método para la fundamen- tación de ese enunciado de preferencia referido al caso concreto; un auxilio para resolver conflictos entre principios del mismo valor o jerarquía, cuya regla consti- tutiva puede formularse así: «cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfac- ción de otro» (32). En palabras del Tribunal Constitucional, «no se trata de estable- cer jerarquías de derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situa- ción jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de ellos, en su eficacia recíproca» (33). Se ha criticado que la máxima de la ponderación de Alexy es una fórmula hueca, que no añade nada al acto mismo de pesar o de comprobar el juego relativo de dos magnitudes escalares, mostrándose incapaz de explicar por qué efectivamen- te un principio pesa más que otro (34). Y, ciertamente, si lo que se espera de ella es que resuelva el conflicto mediante la asignación de un peso propio o independiente a cada principio, el juego de la ponderación puede parecer decepcionante; la «canti- dad» de lesión o de frustración de un principio (su peso) no es una magnitud autó- noma, sino que depende de la satisfacción o cumplimiento del principio en pugna, y, a la inversa, el peso de este último está en función del grado de lesión de su opuesto. Pero creo que esto tampoco significa que sea una fórmula hueca, sino que no es una fórmula infalible. A mi juicio, la virtualidad de la ponderación reside principalmente en estimular una interpretación donde la relación entre las normas constitucionales no es una relación de independencia o de jerarquía, sino de continuidad y efectos recípro- cos, de manera que, hablando por ejemplo de derechos, el perfil o delimitación de los mismos no viene dado en abstracto y de modo definitivo por las fórmulas habituales (orden público, derecho ajeno, etc.), sino que se decanta en concreto a la luz de la necesidad y justificación de la tutela de otros derechos o principios en pugna. Por eso, la ponderación conduce a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto. Lo caracterís- tico de la ponderación es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferen- cia siempre al deber de mantener las promesas sobre el deber de ayudar al prójimo, o a la seguridad pública sobre la libertad individual, o a los derechos civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al caso concreto que no (31) R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 170. (32) R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 161. (33) STC 320/1994. (34) P. DE LORA, «Tras el rastro de la ponderación», en Revista Española de Derecho Constitu- cional, núm. 60, 2000, pp. 363 y s. excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto, de esa jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes o valores en conflicto ni a la formulación de uno de ellos como excepción permanente frente al otro, sino a la preservación abstracta de ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto sea preciso reconocer primacía a uno u otro (35). Suele decirse que la ponderación es el método alternativo a la subsunción: las reglas serían objeto de subsunción, donde, comprobado el encaje del supuesto fác- tico, la solución normativa viene impuesta por la regla; los principios, en cambio, serían objeto de ponderación, donde esa solución es construida a partir de razones en pugna. Ello es cierto, pero no creo que la ponderación constituya una alternati- va a la subsunción, diciendo algo así como que el juez ha de optar entre un camino u otro. A mi juicio, operan en fases distintas de la aplicación del Derecho; es ver- dad que, si no existe un problema de principios, el juez se limita a subsumir el caso en el supuesto o condición de aplicación descrito por la Ley, sin que se requiera ponderación alguna. Pero cuando existe un problema de principios y es preciso ponderar, no por ello queda arrinconada la subsunción; al contrario, el paso previo a toda ponderación consiste en constatar que en el caso examinado resultan rele- vantes o aplicables dos principios en pugna. En otras palabras, antes de ponderar es preciso «subsumir», constatar que el caso se halla incluido en el campo de apli- cación de los dos principios. Por ejemplo, para decir que una pena es despropor- cionada por representar un límite al ejercicio de un derecho, antes es preciso que el caso enjuiciado pueda ser subsumido no una, sino dos veces: en el tipo penal y en el derecho fundamental (36). Problema distinto es que, a veces, las normas llama- das a ser ponderadas carezcan o presenten de forma fragmentaria el supuesto de (35) En realidad, cabe pensar también en soluciones intermedias donde la ponderación no se resuelve en el triunfo circunstancial de uno de los principios, sino en la búsqueda de una solución con- ciliadora. Es el llamado principio de concordancia práctica, que en ocasiones aparece sugerido por el Tribunal Constitucional: «el intérprete constitucional se ve obligado a ponderar los bienes y derechos en función del supuesto planteado, tratando de armonizarlos si ello es posible o, en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que podría admitirse la prevalencia de uno de ellos», STC 53/1985 (el subrayado es mío). Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses en el Derecho Administrativo, M. Pons, Madrid, 2000, pp. 28 y s. Así, por ejemplo, el juez que examina el acto administrativo de prohibición de una manifestación dispone de tres posibilidades de decisión: confirmar el acto y con ello la prohibición, declarar la procedencia de la manifestación en los términos solicitados o, en fin, establecer unas condiciones de ejercicio que intenten preservar al mismo tiempo el derecho fundamental y la protección del orden público. Vid. sobre el particular J. C. GAVARA DE CARA, El sistema de organización del ejercicio del derecho de reunión y manifesta- ción, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 108 y ss. (36) Aquí se plantea una cuestión interesante sobre la que no es posible detenerse: que en el caso enjuiciado resulten relevantes al mismo tiempo un tipo penal y un derecho fundamental significa que entre este último y sus límites (penales) no existe una frontera nítida. Así lo ha confesado el Tri- bunal Constitucional en su conocida sentencia 49/1999 (Mesa Nacional de Herri Batasuna): que los hechos fueran constitutivos del delito de colaboración con banda armada «no significa que quienes realizan esas actividades no estén materialmente expresando ideas, comunicando información y parti- cipando en asuntos públicos» y, precisamente porque lo están haciendo, porque están ejerciendo dere- chos, aún pueden beneficiarse del juicio de ponderación; juicio que, por cierto, desembocó en la esti- mación del recurso de amparo por violación del principio estricto de proporcionalidad. Todo lo cual nos habla en favor de una teoría amplia del supuesto de hecho de derechos fundamentales, como he tratado de mostrar en mi trabajo ya citado «La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clasusura del sistema de libertades». hecho, de modo que decidir que son pertinentes al caso implique un ejercicio de subsunción que pudiéramos llamar valorativa; no es obvio, por ejemplo, que con- sumir alcohol o dejarse barba constituyan ejercicio de la libertad religiosa –que lo constituyen–, pero es imprescindible «subsumir» tales conductas en el tipo de la libertad religiosa para luego ponderar ésta con los principios que fundamentan su eventual limitación. Pero si antes de ponderar es preciso de alguna manera subsumir, mostrar que el caso individual que examinamos forma parte del universo de casos en el que resultan relevantes dos principios en pugna, después de ponderar creo que aparece de nuevo la exigencia de subsunción. Y ello es así porque, como se verá, la ponde- ración se endereza a la formulación de una regla, de una norma en la que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se elimina o posterga uno de los principios para ceder el paso a otro que, superada la antinomia, opera como una regla y, por tanto, como la premisa normativa de una subsunción. La ponderación nos debe indicar que en las condiciones X,Y,Z el principio 1 (por ejemplo, la libertad reli- giosa) debe triunfar sobre el 2 (por ejemplo, la tutela del orden público); de donde se deduce que quien se encuentra en las condiciones X,Y,Z no puede ser inquieta- do en sus prácticas religiosas mediante la invocación de la cláusula del orden público. La ponderación se configura, pues, como un paso intermedio entre la declaración de relevancia de dos principios en conflicto para regular prima facie un cierto caso y la construcción de una regla para regular, en definitiva, ese caso; regla que, por cierto, merced al precedente, puede generalizarse y terminar por hacer innecesaria la ponderación en los casos centrales o reiterados (37). Dado ese carácter de juicio a la luz de las circunstancias del caso concreto, la ponderación constituye una tarea esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar. Al contrario, nadie puede negar que serían deseables leyes pon- deradas, es decir, leyes que supieran conjugar del mejor modo posible todos los principios constitucionales; y, en un sentido amplio, la Ley irremediablemente pondera cuando su regulación privilegia o acentúa la tutela de un principio en detri- mento de otro. Ahora bien, al margen de que el proceso argumentativo que luego será descrito es difícilmente concebible en el cuerpo de una Ley (acaso sólo en su exposición de motivos o preámbulo), lo que a mi juicio no puede hacer el legisla- dor es eliminar el conflicto entre principios mediante una norma general, diciendo algo así como que siempre triunfará uno de ellos, pues eliminar la colisión con ese carácter de generalidad requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos cons- titucionales que, sencillamente, supondría asumir un poder constituyente (38). La Ley, por muy ponderada que resulte, ha de dejar siempre abierta la posibilidad de que el principio que la fundamenta (por ejemplo, la protección de la seguridad ciu- (37) Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses en Derecho Administrativo, citado, pp. 150 y ss. (38) Por ello, me parece muy discutible la idea de que sea el legislador quien realice pondera- ciones prima facie, cuyo efecto sería hacer recaer la carga de la argumentación sobre la defensa del principio preterido, como explica J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes..., citado, p. 165. Si de la Constitución no se deduce esa carga de la argumentación ni tampoco un orden de pre- ferencia entre los principios implicados, imponerlo mediante la Ley se asemeja mucho a una tarea constituyente. dadana) pueda ser ponderada con otros principios (por ejemplo, la libertad ideoló- gica, de manifestación, etc.). La Ley, por tanto, representa una forma de ponderación en el sentido indicado, pero puede, a su vez, ser objeto de ponderación en el curso de un enjuiciamiento abstracto por parte del Tribunal Constitucional. La ponderación dará lugar enton- ces a una declaración de invalidez cuando se considere injustificadamente lesiva para uno de los principios en juego; por ejemplo, si se acuerda que una Ley penal establece una pena irracional o absolutamente desproporcionada para la conducta tipificada que representa a su vez un límite al ejercicio de un derecho (39), o si se consideran también desproporcionadas o fútiles las exigencias legales para el ejer- cicio de algún derecho. Sin embargo, la virtualidad más apreciable de la ponderación quizá no se encuentre en el enjuiciamiento abstracto de leyes, sino en los casos concretos donde se enjuician comportamientos de los particulares o de los poderes públicos. No se trata sólo de preservar el principio democrático expresado en la Ley. Lo que ocurre es que la ponderación resulta un procedimiento idóneo para resolver casos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios que en abstracto pueden convivir sin dificultad, como pueden convivir –es importante destacarlo– las respectivas leyes que constituyen una especificación o concreción de tales prin- cipios. Así, cuando un juez considera que, pese a que una cierta conducta lesiona el derecho al honor de otra persona y pese a resultar de aplicación el tipo penal o la norma civil correspondiente, debe primar, sin embargo, el principio de la libertad de expresión, lo que hace es prescindir de la Ley punitiva o protectora del honor pero no cuestionar su constitucionalidad. Y hace bien, porque la Ley no es inconsti- tucional, sino que ha de ser interpretada de manera tal que la fuerza del principio que la sustenta (el derecho al honor) resulte compatible con la fuerza del principio en pugna, lo que obliga a reformular los límites del ilícito a la luz de las exigencias de la libertad de expresión. Una cuestión diferente es si la Ley ya constitucional, esto es, una Ley confirma- da por el Tribunal Constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda, puede sustituir o hacer innecesaria la ponderación judicial, realizando «por adelantado» y en el plano abstracto lo que de otro modo habría de verificarse en el juicio de pon- deración aplicativa. La Ley, en efecto, puede establecer que en la circunstancia X debe triunfar un principio sobre otro, cerrando así el supuesto de hecho o, si se pre- fiere, convirtiendo en condicional lo que era un deber incondicional o categórico, y en tal caso cabe decir que la ponderación ha sido ya realizada por el legislador, de modo que al juez no le queda más tarea que la de subsumir el caso dentro del pre- cepto legal, sin ulterior deliberación. Ahora bien, creo que esto es cierto en la medida en que no concurran otras circunstancias relevantes no tomadas en consi- (39) Conviene advertir que, según una reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no existe un derecho fundamental a la proporcionalidad de las penas, es decir, no cabe impugnar un tipo penal sólo porque la pena se juzgue excesiva. En cambio, de la sentencia antes comentada relativa a Herri Batasuna parece deducirse que el control entra en juego cuando aparece implicado otro derecho fundamental –la libertad de expresión o de participación política– del que el tipo penal sería su límite. Por mi parte, considero preferible entender que todo tipo penal puede representar en principio un lími- te a la libertad constitucional y que, por ello, la proporcionalidad de las penas representa una exigencia autónoma. deración por el legislador y que, sin embargo, permitan al principio postergado o a otros conexos recobrar su virtualidad en el caso concreto. Por ejemplo, del artículo 21.2 de la Constitución se deduce que el principio de protección del orden público constituye un límite y, por tanto, entra en colisión con el principio de la libre manifestación ciudadana. Éste es un caso claro de conflicto entre dos principios incondicionales y recíprocamente derrotables, apto pues para la ponderación. Sin embargo, el artículo 494 del Código Penal castiga a quien se manifieste ante el Parlamento cuando está reunido. Si no albergamos dudas sobre la constitucionalidad de este último precepto (porque en otro caso no hay cues- tión), bien puede interpretarse el mismo como un «caso» del principio de orden público, esto es, como el resultado de una ponderación legislativa: la Ley ha cerra- do uno de los supuestos o condiciones de la cláusula del orden público, determi- nando que manifestarse ante las Cortes representa un exceso o abuso en el ejerci- cio del derecho. Pero, ¿se elimina toda posibilidad de ponderación judicial? Como regla general, creo que cabe ofrecer una respuesta afirmativa: el juez no debe pon- derar si en el caso concreto enjuiciado el sacrificio de la libertad de manifestación es proporcional o no, pues eso ya lo ha hecho el legislador. Con todo, me parece que no cabe excluir la concurrencia de otras circunstancias relevantes, no tomadas en consideración por la Ley, que pueden reactivar la fuerza del principio derrotado o hacer entrar en juego otros conexos. Así, modificando el ejemplo, si en el curso de una rebelión o golpe de Estado que amenazase las instituciones democráticas, los ciudadanos se manifiestan ante el Congreso reunido a fin de mostrar su adhe- sión, ¿sería de aplicación el tipo penal? Intuitivamente sabemos que no, pero argu- mentativamente podemos justificarlo a través de la ponderación, no ya del derecho de libre manifestación, sino de otros, como la cláusula del Estado de Derecho, la defensa de la soberanía parlamentaria, etc. De manera que, durante largos tramos, la ponderación del legislador desplaza a la del juez, pero sin que pueda cancelarse definitivamente en abstracto lo que sólo puede resolverse en concreto. Desde mi punto de vista, la cuestión de si la Ley puede ser objeto de pondera- ción por el Tribunal Constitucional, y la de si la Ley puede ponderar por sí misma, postergando o haciendo innecesaria la ponderación judicial, son problemas íntima- mente conectados o, más exactamente, problemas cuya respuesta resulta en cierto modo paralela; y esa respuesta tiene que ver con el nivel o grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación descrito en la Ley. En efecto, cuanto más se parece un precepto legal al principio que lo fundamenta, cuanto menor sea la concreción de su condición de aplicación, más difícil ha de resultar un juicio de ponderación por parte del Tribunal Constitucional, pero, a su vez, menor ha de ser también la virtualidad de dicho precepto en orden a evitar la ponderación judicial; esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el tipo de injurias o con las normas de pro- tección civil del derecho al honor: son «ponderaciones» legales que difícilmente podrían considerarse injustificadas en un juicio de ponderación abstracta, pero que, del mismo modo, tampoco impiden una ponderación judicial en el caso con- creto que puede conducir a su postergación en favor de la libertad de expresión o información. Por el contrario, a mayor concreción de la condición de aplicación, esto es, a mayor separación de la estructura principal, más fácil resulta que el Tri- bunal Constitucional pondere la solución legal, pero, a cambio, mayor peso tiene ésta a la hora de evitar la ponderación judicial; así sucede en el ejemplo antes pro- puesto: la norma que prohíbe manifestarse ante el Congreso es perfectamente con- trolable por el Tribunal Constitucional mediante un juicio de ponderación, pero, si supera cualquier sospecha de inconstitucionalidad, convierte en prácticamente innecesaria la ulterior ponderación judicial. En conclusión, cuanto mayor es el número y detalle de las propiedades fácticas que conforman la condición de apli- cación de una Ley, más factible resulta la ponderación del Tribunal Constitucional y más inviable la de la justicia ordinaria. La ponderación ha sido objeto de una elaboración jurisprudencial y doctrinal bastante cuidadosa (40). Tratándose del enjuiciamiento de comportamientos públi- cos, como pueda ser una decisión o una norma que limite un derecho fundamental, la ponderación requiere cumplimentar distintos pasos o fases. Primero, que la medida examinada presente un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de otro principio o derecho, pues si no existe tal fin y la actuación pública es gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva constitucional, entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los térmi- nos de la comparación. En segundo lugar, la máxima de la ponderación requiere acreditar la adecua- ción, aptitud o idoneidad de la medida objeto de enjuiciamiento en orden a la pro- tección o consecución de la finalidad expresada; esto es, la actuación que afecte a un principio o derecho constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se establece. Si esa actuación no es adecuada para la realización de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta última resulta indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y entonces, dado que sí afecta, en cambio, a la realización de otra norma constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención. En realidad, este requisito es una prolon- gación del anterior: si la intromisión en la esfera de un bien constitucional no per- sigue finalidad alguna o si se muestra del todo ineficaz para alcanzarla, ello es una razón para considerarla no justificada. La intervención lesiva para un principio o derecho constitucional ha de ser, en tercer lugar, necesaria; esto es, ha de acreditarse que no existe otra medida que, obteniendo en términos semejantes la finalidad perseguida, resulte menos gravosa o restrictiva. Ello significa que si la satisfacción de un bien constitucional puede alcanzarse a través de una pluralidad de medidas o actuaciones, resulta exigible escoger aquella que menos perjuicios cause desde la óptica del otro principio o derecho en pugna. No cabe duda que el juicio de ponderación requiere aquí de los jueces un género de argumentación positiva o prospectiva que se acomoda con alguna dificultad al modelo de juez pasivo propio de nuestro sistema, pues no basta con constatar que la medida enjuiciada comporta un cierto sacrificio en aras de la (40) Puede verse el número 5, monográfico, de los Cuadernos de Derecho Público, coordinado por J. BARNES, INAP, septiembre-diciembre 1998; también J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponde- ración de bienes e intereses en Derecho Administrativo, citado. En relación con el principio de pro- porcionalidad en materia de derechos fundamentales, especialmente en Derecho alemán, J. C. GAVARA DE CARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo, CEC, Madrid, 1994; y, para España, M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, McGraw-Hill, Madrid, 1996. Por mi parte, he realizado un estudio más detallado en «Observaciones sobre las antinomias y el criterio de ponderación», en Revista de Ciencias Sociales, de Valparaíso (en prensa). consecución de un fin legítimo, sino que invita a «imaginar» o «pronosticar» si ese mismo resultado podría obtenerse con una medida menos lesiva. Finalmente, la ponderación se completa con el llamado juicio de proporciona- lidad en sentido estricto que, en cierto modo, condensa todas las exigencias ante- riores y encierra el núcleo de la ponderación, aplicable esta vez tanto a las interfe- rencias públicas como a las conductas de los particulares. En pocas palabras, consiste en acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora o con la conducta de un particular en orden a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo, y los daños o lesiones que de dicha medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho o para la satisfacción de otro bien o valor; aquí es donde propiamente rige la ley de la ponderación, en el sentido de que cuanto mayor sea la afectación pro- ducida por la medida o por la conducta en la esfera de un principio o derecho, mayor o más urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna. 6. PONDERACIÓN, DISCRECIONALIDAD Y DEMOCRACIA No creo que pueda negarse el carácter valorativo y el margen de discrecionalidad que comporta el juicio de ponderación. Cada uno de los pasos o fases de la argumen- tación que hemos descrito supone un llamamiento al ejercicio de valoraciones: cuan- do se decide la presencia de un fin digno de protección, no siempre claro y explícito en la decisión enjuiciada; cuando se examina la aptitud o idoneidad de la misma, cuestión siempre discutible y abierta a cálculos técnicos o empíricos; cuando se inte- rroga sobre la posible existencia de otras intervenciones menos gravosas, tarea en la que el juez ha de asumir el papel de un diligente legislador a la búsqueda de lo más apropiado; y en fin y sobre todo, cuando se pretende realizar la máxima de la propor- cionalidad en sentido estricto, donde la apreciación subjetiva sobre los valores en pugna y sobre la relación «coste-beneficio» resulta casi inevitable. En suma, como ha mostrado contundentemente Comanducci, los principios no disminuyen, sino que incrementan la indeterminación del Derecho (41), al menos la indeterminación ex ante que es la única que aquí interesa (42). Ni los jueces –tampoco la sociedad– comparten una moral objetiva y conocida, ni son coherentes en sus decisiones, ni construyen un sistema consistente de Derecho y moral para solucionar los casos, ni, en fin, argumentan siempre racionalmente; y ello tal vez se agrave en el caso de la ponderación, donde las «circunstancias del caso» que han de ser tomadas en consi- (41) Vid. P. COMANDUCCI, «Principios jurídicos e indeterminación del Derecho», en P. E. Nava- rro, A. Bouzat y L. M. Esandi (ed.), en Interpretación constitucional, Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, 1999, en especial pp.74 y ss. Que los principios estimulan la discrecionalidad lo defen- dí con más detalle en Sobre principios y normas, CEC, Madrid, 1992, pp. 119 y s. (42) Sobre la distinción entre indeterminación ex ante y ex post, vid. P. COMANDUCCI, Assaggi di metaetica due, Giappichelli, Torino, 1998, pp. 92 y ss. En un sistema que impone la obligación de fallar, el Derecho siempre termina determinándose ex post y, en esa tarea, los principios pueden ser una ayuda para que el juez justifique su decisión, pero, en cambio, no representan una gran ayuda para que sepamos ex ante cuáles son las consecuencias jurídicas de nuestras acciones. deración constituyen una variable de difícil determinación (43), y donde el estable- cimiento de una jerarquía móvil descansa irremediablemente en un juicio de valor. Pero me parece que esto tampoco significa que la ponderación estimule un sub- jetivismo desbocado ni que sea un método vacío o que conduzca a cualquier conse- cuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para todo caso práctico, sí nos indica qué hay que fundamentar para resolver un conflicto constitucional, es decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de un enunciado de preferencia (en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limitación) en función del grado de sacrificio o de afectación de un bien y del grado de satisfacción del bien en pugna. Como dice Alexy en este mismo sentido, las objeciones de irracionalidad o subjetivismo «valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada caso, conduzca exactamente a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento racional o es irracional» (44). Las críticas de subjetivismo no pueden ser eliminadas, pero tal vez sí matizadas. En primer lugar, porque no nos movemos en el plano de cómo se comportan efecti- vamente los jueces, sino de cómo deberían hacerlo; que algunos jueces revistan sus fallos bajo el manto de la ponderación no es una terapia segura que evite las aberra- ciones morales, las tonterías o un decisionismo vacío de toda ponderación (45), pero ello será así cualquiera que sea el modelo de argumentación que propugnemos. Pero, sobre todo, en segundo lugar, me parece que una ponderación que lo sea de verdad no puede dar lugar a cualquier solución. Como sostiene Moreso, es precisa «una reformulación ideal de los principios que tenga en cuenta todas las propiedades potencialmente relevantes» y esto ha de permitirnos establecer una jerarquía condi- cionada entre tales principios susceptible de universalización; «en la medida en que consigamos aislar un conjunto de propiedades relevantes, estamos en disposición de ofrecer soluciones para todos los casos, aunque dichas soluciones puedan ser desa- fiadas cuando cuestionemos la adecuación del criterio por el cual hemos selecciona- do las propiedades relevantes» (46). En resumen, cabe pensar que hay casos centra- les en los que las circunstancias relevantes se repiten y que deberían dar lugar a la construcción de una regla susceptible de universalización y subsunción; aunque tam- poco puede dejarse de pensar en la concurrencia de otras propiedades justificadoras de una alteración en el orden de los principios (47). (43) Al margen de un riesgo cierto para la preservación del principio de igualdad y sobre ello, vid. F. LAPORTA, «Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la Ley», en Doxa, 22, 1999, p. 327. (44) R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 157. (45) Como ha criticado F. LAPORTA, «Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley», citado, p. 327. (46) J. J. MORESO, «Conflictos entre principios constitucionales», citado, pp.14 y 18 y s. del texto mecanografiado. (47) Puede ser interesante recordar aquí la distinción de ALEXY entre casos potenciales y actua- les de derechos fundamentales, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 316. Cabe decir que un caso es potencial cuando la ponderación es superflua: no es que no pueda ponderarse entre la liber- tad religiosa y el derecho a la vida en el caso de una secta que propugne sacrificios humanos; es que resulta innecesario hacerlo porque existe un consenso en torno a las cicunstancias relevantes. En cam- bio, no parece tan superflua esa misma ponderación, y por eso es un caso actual y no potencial, en el supuesto de oposición a determinadas prácticas médicas, como las transfusiones de sangre. Ese carácter valorativo y discrecional me parece que está muy presente en las críticas formuladas a la ponderación como espita abierta al decisionismo y a la subjetividad judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. En realidad, aquí laten dos cuestiones diferentes, la relativa al margen de discrecionalidad que permitiría en todo caso la ponderación y la de la legitimidad del control judicial sobre la Ley, que no sin motivo suelen aparecer entremezcladas. Éste es el caso de Habermas, para quien la consideración de los derechos fundamentales como bie- nes o valores que han de ser ponderados en el caso concreto convierte al Tribunal en un negociador de valores, en una «instancia autoritaria» que invade las compe- tencias del legislador y que «aumenta el peligro de juicios irracionales porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos nor- mativos» (48). La alternativa para un tratamiento racional de la cuestión consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que implica concebir los derechos como auténticos princi- pios, no como valores que puedan ser ponderados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de «hallar entre las normas aplicables prima facie aquella que se acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los puntos de vista» (49). Si he entendido bien, desde esta perspectiva la ponderación no es necesaria porque no puede ocurrir –y, si ocurre, será sólo una apariencia superable– que un mismo caso quede comprendido en el ámbito de dos principios o derechos tendencialmente contradictorios; siempre habrá uno más adecuado que otro y, al parecer, incluso podemos encontrarlo sin recurrir a las valoraciones propias de la ponderación (50). A mi juicio, estas críticas a la ponderación responden a una defectuosa com- prensión de los conflictos constitucionales. Para Habermas, la coherencia sistemá- tica que se predica de las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse racionalmente en el plano de la aplicación, y por ello un principio no puede tener mayor o menor peso, sino que será adecuado o inadecua- do para regular el caso concreto y siempre habrá uno más adecuado (51). Pero sor- prende la ausencia de procedimientos o argumentos alternativos en orden a perfilar el contenido estricto de cada norma y su correspondiente adecuación abstracta a un catálogo exhaustivo de posibles casos de aplicación (52). Justamente, lo que busca la ponderación es la norma adecuada al caso, y no, como parece sugerir Habermas, la imposición más o menos arbitraria de un punto medio; no se trata de negociar (48) J. HABERMAS, Facticidad y validez, Introduccción y traducción de M. JIMÉNEZ REDONDO, Trotta, Madrid, 1998, p. 332. (49) Ibídem, p. 333. (50) Entre nosotros, una tesis semejante es sostenida por A. L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, CEC, Madrid, 1997, pp. 126 y ss. (51) En efecto, por un lado, resulta que «distintas normas no pueden contradecirse unas a otras si pretenden validez para el mismo círculo de destinatarios; tienen que guardar una relación coherente, es decir, formar sistema»; y, de otro lado, sucede que «entre las normas que vengan al caso y las nor- mas que –sin perjuicio de seguir siendo válidas– pasan a un segundo plano hay que poder establecer una relación con sentido, de suerte que no se vea afectada la coherencia del sistema jurídico en su con- junto», Facticidad y validez, citado, pp. 328 y 333. (52) Esto sólo sería alcanzable si fuésemos capaces de establecer relaciones de especialidad entre principios y derechos constitucionales, algo que, como hemos visto, no parece viable. entre valores, sino de construir una regla susceptible de universalización para todos los casos que presenten análogas propiedades relevantes. Es verdad que esa cons- trucción permite el desarrollo de distintas argumentaciones no irracionales y per- mite, por tanto, dentro de ciertos límites, alcanzar soluciones dispares; y esto es algo que tampoco parece aceptar Habermas dada su defensa de la tesis de la uni- dad de solución correcta (53). Una segunda línea crítica, entrelazada con la anterior, se refiere específica- mente a la inconveniencia de la ponderación en los procesos sobre la constitucio- nalidad de la Ley. Jiménez Campo, que no tiene «ninguna duda sobre la pertinen- cia del control de proporcionalidad en la interpretación y aplicación judicial de los derechos fundamentales», opina, sin embargo, que el enjuiciamiento de la Ley «no perdería gran cosa, y ganaría alguna certeza, si se invocara menos –o se excluyera, sin más– el principio de proporcionalidad como canon genérico de la Ley» (54). Todo parece indicar que esta diferencia no obedece a algún género de imposibili- dad teórica o conceptual, sino más bien a motivos políticos o constitucionales. En efecto, la ponderación sugiere que toda intervención legislativa, al menos en la esfera de los derechos, requiere el respaldo de otro derecho o bien constitucional, de modo que «la legislación se reduciría a la exégesis de la Constitución»; pero «las cosas no son así, obviamente... la Constitución no es un programa» (55). Creo que esta opinión se inscribe o podría servir como argumento complemen- tario a las posiciones que de un modo más general ponen en duda la legitimidad democrática de la fiscalización judicial de la Ley, cuestión que no procede analizar ahora. Ciertamente, ya he dicho que el control abstracto de leyes no es la actividad más idónea para el desarrollo de la ponderación, estrechamente conectada al caso concreto. Tal vez por eso la jurisprudencia se muestra muy prudente en la aplica- ción de la máxima de proporcionalidad al enjuciamiento de leyes (56), de modo que no parece perseguir el triunfo de una racionalidad «mejor», sino el remedio a una absoluta falta de racionalidad. Por otro lado, es sin duda cierto que la actividad legislativa no ha de verse como una mera ejecución de la Constitución y que, por tanto, dispone de una amplia libertad configuradora (57). Sin embargo, y al mar- gen de que lógicamente lo que no puede perseguir son fines inconstitucionales, (53) J. HABERMAS, Facticidad y validez, citado, pp. 293 y ss. (54) J. JIMÉNEZ CAMPO, Derechos fundamentales. Concepto y garantías, Trotta, Madrid, 1999, pp. 77 y 80. (55) Ibídem, p. 75. En un sentido análogo dice E. FORSTHOFF que la proporcionalidad equivale a «la degradación de la legislación... al situarla bajo las categorías del Derecho Administrativo», esto es, al pretender equiparar el control sobre la discrecionalidad administrativa con el control sobre la discrecionalidad del legislador, El Estado en la sociedad industrial, trad. de L. LÓPEZ GUERRA y J. NICOLÁS MUÑIZ, IEP, Madrid, 1975, pp. 240 y s. (56) Así, la STC 55/1996 habla de sacrificio «patentemente» innecesario de derechos, de «eviden- te» y «manifiesta» suficiencia de medios alternativos, de desequilibrio «patente», etc. Vid. M. MEDINA GUERRERO, «El principio de proporcionalidad y el legislador de los derechos fundamentales», en el núm. 5 de los Cuadernos de Derecho Público, citado, pp. 121 y ss. (57) Es más, el Tribunal Constitucional no parece mostrarse muy riguroso en la comprobación del efectivo y expreso respaldo constitucional de la finalidad perseguida por el legislador, bastando una relación indirecta o mediata entre ésta y el sistema de valores que se deduce de la Constitución. Vid. M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, citado, pp. 71 y ss. ocurre que el juicio de ponderación no se agota en la comprobación de la existen- cia de un fin legítimo, sino que, como hemos visto, incluye también otros pasos o exigencias cuya consideración, me parece, no hay motivo para excluir radicalmen- te en relación con el legislador (58). Por otra parte, si de lo que se trata es de mantener el respeto a la autoridad democrática del legislador, tampoco acabo de entender que se rechace la pondera- ción en el control de las Leyes y que se acepte en los procesos ordinarios de apli- cación de los derechos (59), pues, a la postre, en esta ponderación aparecerá con frecuencia involucrada una Ley. En realidad, la fiscalización abstracta de las leyes podría desaparecer sin gran merma para el sistema de garantías (60). Lo que no podría desaparecer es la defensa de los derechos por parte de la justicia ordinaria, cuyo primer y preferente parámetro normativo no es la Ley, sino la Constitución; y es aquí justamente donde la ponderación despliega toda su virtualidad. Como observa Ferrajoli, una concepción no meramente procedimentalista de la democra- cia ha de ser «garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no sim- plemente de la omnipotencia de la mayoría» y esa garantía sólo puede ser operati- va con el recurso a la instancia jurisdiccional (61). Sin duda, la idea de los principios y el método de la ponderación, que aparecen indisociablemente unidos, representan un riesgo para la supremacía del legislador y, con ello, para la regla de mayorías que es fundamento de la democracia. Pero, por lo que alcanzo a entender, es un riesgo inevitable si quiere mantenerse una ver- sión tan fuerte del constitucionalismo como la presentada al comienzo de este tra- bajo. Si las normas sustantivas de la Constitución quieren entenderse dentro del sistema jurídico, como parámetros de enjuiciamiento inmediatamente aplicables, y no por encima y fuera de dicho sistema, su consideración por la justicia ordinaria resulta obligada; y esa consideración, habida cuenta de su carácter tendencialmen- te contradictorio, sólo puede recabar algún género de racionalidad a través de la ponderación. Naturalmente, el constitucionalismo puede también concebirse en una versión más débil, más europea o kelseniana, pero entonces habremos de acep- tar que las normas constitucionales son criterios para la ordenación de las fuentes del Derecho y no fuentes en sí mismas generadoras de derechos y obligaciones directamente vinculantes. En resumen, el neoconstitucionalismo como modelo de organización jurídico política quiere representar un perfeccionamiento del Estado de Derecho, dado que (58) En realidad, creo que JIMÉNEZ CAMPO tampoco se muestra muy seguro de la exclusión cuando transforma la exigencia de ponderación en respeto al principio de igualdad, que incluye preci- samente un juicio de razonabilidad o proporcionalidad, p. 79 de la obra citada. Esto confirmaría, por otra parte, algo que hemos sugerido antes: el control abstracto sobre la Ley por vía de ponderación es una posibilidad directamente conectada al grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación previsto en la Ley, y son precisamente las normas que contemplan casos más específicos o concretos (las menos abstractas y generales) las que mayores sospechas presentan desde la óptica del principio de igualdad. (59) Ésta parece ser también la posición de HABERMAS, quien considera el recurso de amparo como «menos problemático» que el control abstracto de leyes, Facticidad y validez, citado, p. 313. (60) Ya he dicho que, a mi juicio, el Tribunal Constitucional es una herencia de otra época, de aquella que concebía la Constitución como una norma interna a la vida del Estado, separada del resto del sistema jurídico y, por tanto, inaccesible para la justicia ordinaria. (61) L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley del más débil, citado, pp. 23 y s. si es un postulado de éste el sometimiento de todo poder al Derecho, el tipo de Constitución que hemos examinado pretende que ese sometimiento alcance tam- bién al legislador. Bien es cierto que, a cambio, el neoconstitucionalismo implica también una apertura al judicialismo, al menos desde la perspectiva europea, de modo que si lo que gana el Estado de Derecho por un lado no lo quiere perder por el otro, esta fórmula política reclama entre otras cosas una depurada teoría de la argumentación capaz de garantizar la racionalidad y de suscitar el consenso en torno a las decisiones judiciales; y, a mi juicio, la ponderación rectamente entendi- da tiene ese sentido. Inclinarse en favor del legalismo o del judicialismo como modelos predominantes es, según creo, una opción ideológica, pero el intento de hallar un equilibrio –nunca del todo estable– requiere la búsqueda de aquella racio- nalidad no sólo para las decisiones judiciales, sino también para las legislativas, aspecto este último que a veces se olvida. A su vez, como teoría del Derecho, el neoconstitucionalismo estimula una profunda revisión del positivismo teórico y, según alguna opinión –que no comparto–, también del positivismo metodológico. Sea como fuere, de lo expuesto hasta aquí se desprende que el neoconstitucionalis- mo requiere una nueva teoría de las fuentes alejada del legalismo, una nueva teoría de la norma que dé entrada al problema de los principios, y una reforzada teoría de la interpretación, ni puramente mecanicista ni puramente discrecional, donde los riesgos que comporta la interpretación constitucional puedan ser conjurados por un esquema plausible de argumentación jurídica.

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