domingo, 14 de enero de 2018

DEMANDA INTELIGENTE Y LA CALIFICACIÓN FINALISTA

Demanda, contestación y vicisitudes - PROCESAL CIVIL 2

La Obsolescencia de la Bipolaridad Tradicional (Modelo Americano – Modelo Europeo-Kelseniano) de los Sistemas de Justicia Constitucional (Fernández Segado)

La Obsolescencia de la Bipolaridad Tradicional (Modelo Americano – Modelo Europeo-Kelseniano) de los Sistemas de Justicia Constitucional Francisco Fernández Segado Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad Complutense de Madrid. SUMÁRIO: 1 Reflexiones preliminares; 2 La última “ratio” de la bipolaridad: la concepción del “legislador negativo” y la reafirmación kelseniana del principio de sujeción de los jueces a la ley; 3 La obsolescencia de la clásica polaridad “sistema americano” versus “sistema europeo-kelseniano”; 4 La centralidad del modelo americano en el proceso de convergencia de los dos tradicionales sistemas de control de constitucionalidad. 1 REFLEXIONES PRELIMINARES Uno de los fenómenos más relevantes de los ordenamientos constitucionales de nuestro tiempo ha sido el de la universalización de la justicia constitucional. Aunque es lugar común retrotraer la preocupación por el diseño de mecanismos de defensa del orden constitucional al momento mismo (fines del siglo XVIII) en que dicho orden hace su acto de aparición, es lo cierto que la idea de la defensa de un determinado orden supremo es casi consustancial a la historia de la humanidad, y en ella podemos encontrar, lejanamente, algunos intentos de institucionalización en esta misma dirección. Tal podría ser el caso de los Eforos espartanos o del Aerópago y los Nomofilacos en la antigua Atenas, en donde también surgió la diferenciación entre las normas superiores (Nomoi) y los decretos ordinarios (Psefísmata). Roma no sería ajena a esta preocupación, de lo que constituye buena prueba la existencia de instituciones tales como la doble magistratura, el Senado o el Tribunado en la época republicana. En la Edad Media nos encontramos con la superioridad de la ley divina y del Derecho natural sobre el Derecho positivo. Y la gran Escuela iusnaturalista de los siglos XVII y XVIII, que va de Hugo Grocio a Jean Jacques Rousseau, sustentaría la existencia de derechos innatos, inmanentes al ser humano, intangibles e 56 DIREITO PÚBLICO Nº 2 – Out-Nov-Dez/2003 – DOUTRINA ESTRANGEIRA irrenunciables, o lo que es igual, la existencia de límites frente al ius cogens proveniente del mismo legislador.1 Sin embargo, el pensamiento del Juez Coke no será olvidado en las colonias inglesas de los territorios de América del Norte. La reivindicación del Juez Coke en orden a la atribución a los jueces de la tarea de garantizar la supremacía del common law frente a los posibles arbitrios del Rey y del Parlamento, será plenamente recepcionada en las colonias, primero, y en el nuevo Estado independiente, más tarde. Y si los jueces, en un primer momento, se habían encargado de velar por las Cartas coloniales, una suerte de normas constitucionales de las colonias, aprobada la Constitución de 1787, a la que, como es sobradamente conocido, se dota de una supremacy clause, no deberá extrañar que esos mismos jueces se encarguen ahora de velar por la primacía de la Constitución, que operará, como dice Luther,2 como superior paramount law que debe ser looked into by the judges. Velar por la Constitución será tanto como salvaguardar la libertad y un amplio conjunto de valores sobre los que se asienta la convivencia social y, por lo mismo, el gobierno de la colectividad, un “gobierno limitado” por la Constitución, un constitutional government, como lo definiera Wilson3 a principios del siglo XX. De lo que acaba de decirse pareciera desprenderse la idea de que la justicia constitucional es hija de la cultura del constitucionalismo, esto es, de una concepción de la democracia que en cuanto sustentada en un conjunto de valores sociales presididos por la idea y el valor de la libertad, propicia un “gobierno limitado” por la Constitución, entendida como higher law. Ahora bien, si se tiene en cuenta, como afirma Baldassarre,4 que la Constitución votada por el pueblo americano (We, the people...) no es otra cosa que el pactum associationis vel subiectionis del iusnaturalismo y iusnatural es asimismo el complejo armazón del sistema constitucional establecido: una forma de gobierno basada en el principio de checks and 1 Cfr. al efecto, Mauro Cappelletti: “Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto com- parato”, Giuffrè, Milano, 1978 (ristampa inalterata), págs. 34-41. 2 Jörg Luther: “Idee e storie di giustizia costituzionale nell’Ottocento”, G. Giappichelli editore, Torino, 1990, pág. 24. 3 Woodrow Wilson: “Constitutional Government in the United States”, Columbia, 1908. Obra ésta, como es sabido, que agrupa las conferencias dictadas por su autor, en 1907, en la Universidad de Columbia. 4 Antonio Baldassarre: “Parlamento e Giustizia Costituzionale nel Diritto Comparato”, texto mecanogra- fiado, págs. 3-4. DIREITO PÚBLICO Nº 2 – Out-Nov-Dez/2003 – DOUTRINA ESTRANGEIRA 57 balances, dirigida a prevenir la tiranía de la mayoría y a evitar que los poderes de decisión política asumieran formas y contenidos arbitrarios, se puede llegar a la conclusión de que el pensamiento contemporáneo sobre la defensa de las normas constitucionales es heredero de una larga y persistente tradición a través de los siglos, pues en el fondo, como bien advierte Fix-Zamudio,5 no es sino un reflejo de la permanente lucha de los seres humanos por su libertad frente al poder político, a través de un orden jurídico superior. Y esta idea intemporal sigue teniendo plena vigencia, como, por lo demás, corrobora la imbricación entre la justicia constituciónal y la democracia, con su corolario de la incompatibilidad entre la primera y los regímenes dictatoriales o autoritarios.6 Desde esta perspectiva, la mundialización de la justicia constitucional, rasgo característico del último cuarto del siglo XX, adquiere su más plena comprensión, pues entonces se pone en estrecha sintonía con la universalidad de la idea de libertad, con la expansión sin fronteras de un sentir que ve en el respeto de la dignidad de todo hombre y de los derechos inviolables que le son inherentes, la regla rectora de todo gobierno democrático y de cualquier convivencia social civilizada. Bien significativo es al respecto el hecho de que la caída de gobiernos autoritarios siempre haya ido seguida de la creación de mecanismos de justicia constitucional, como testimonian, entre otros muchos casos, Alemania, Italia y Japón tras la Segunda Guerra Mundial, los países de la Europa meridional (Grecia, Portugal y España), tras la caída de sus sistemas autoritarios de gobierno, gran número de países de América Latina, tras la desaparición de sus gobiernos militares, y los países de Europa oriental, tras la desaparición de los sistemas comunistas. Esta expansión sin límites de la justicia constitucional, como no podía acontecer de otro modo, ha incidido frontalmente sobre la clásica contraposición bipolar a la que durante bastante tiempo trataron de ser reconducidos los distintos sistemas de justicia constitucional: el sistema americano y el europeo-kelseniano, o si se prefiere, el modelo de la judicial review of Legislation y el de la Verfassungsgerichtsbarkeit. Esta bipolaridad ya quedó sustancialmente afectada a raíz de los originales modelos de justicia constitucional creados tras la segunda 5 Héctor Fix-Zamudio: “La Constitución y su defensa” (Ponencia general), en el colectivo, “La Constitución y su defensa”, UNAM, México, 1984, págs. 11 y sigs.; en concreto, pág. 12. 6 Recuerda Cappelletti cómo, recepcionada la justicia constitucional en la República de Weimar, por la vía del modelo difuso, tras el famoso fallo del Reichsgericht (Tribunal Supremo), de 4 de noviembre de 1925, sustentado no en una precisa norma constitucional, sino en la intrínseca fuerza del principio de que, si en la jeraquía de las fuentes va primera la norma constitucional, ésta debe prevalecer sobre la norma ordinaria, la justicia constitucional desaparecerá de inmediato en la Alemania del Führer. Y otro tanto podrá afirmarse en la Austria del Anschluss y en la España de Franco. Mauro Cappelletti: “El significado del control judicial de constitucionalidad de las leyes en el mundo contemporáneo”, en la obra del propio autor, “La Justicia Constitucional” (Estudios de Derecho Comparado), UNAM, México, 1987, págs.193 y sigs.; en particular, pág.197. postguerra en Italia y Alemania, en cuanto que los mismos partieron de una idea de Constitución muy próxima a la norteamericana, configuraron a sus respectivos Tribunales Constitucionales como una jurisdicción más que como un “legislador negativo” en la línea kelseniana, aunque esta idea-fuerza siguiera estando presente y a la misma se anudaran ciertas consecuencias jurídicas, y, finalmente, introdujeron un elemento difuso en un modelo de estructura y organización concentrada, como consecuencia de la constitucionalización (arts. 100 de la Bonnergrundgesetz y 134 de la Constitución italiana, desarrollado en este punto por el art. 1º de la Ley constitucional núm. 1, de 9 de febrero de 1948, “Norme sui giudizi di legittimità costituzionale e sulle garanzie di indipendenza della Corte costituzionale”) del instituto procesal de la cuestión de inconstitucionalidad (la denominada en Italia questione di legittimità costituzionale). La enorme expansión de la justicia constitucional ha propiciado una mixtura e hibridación de modelos, que se ha unido al proceso preexistente de progresiva convergencia entre los elementos, supuestamente contrapuestos antaño, de los dos tradicionales sistemas de control de la constitucionalidad de los actos del poder. La resultante de todo ello es la pérdida de gran parte de su utilidad analítica de la tan generalmente asumida bipolaridad “modelo americano versus modelo europeo-kelseniano”. Como dice Rubio Llorente,7 hablar hoy de un sistema europeo carece de sentido porque hay más diferencias entre los sistemas de justicia constitucional existentes en Europa que entre algunos de ellos y el norteamericano. Consecuentemente con lo anterior, se hace necesaria la búsqueda de una nueva tipología que nos ofrezca una mayor capacidad analítica de los sistemas de justicia constitucional. La nueva tipología que proponemos, anticipémoslo ya, aunque sustentada en un conjunto de variables en su mayor parte dicotómicas, encaminadas a mostrar con un cierto grado de abstracción, que ha de propiciar a su vez una más amplia capacidad analítica, la heterogeneidad y complejidad de los sistemas de control de constitucionalidad de los actos de poder, se ha de asentar en la diferenciación primaria entre el control de constitucionalidad de la ley y aquel otro control que se lleva a cabo con ocasión de la aplicación de la ley. La primera modalidad de control presupone que el control de constitucionalidad se pone en manos de la jurisdicción constitucional en ausencia no ya de un litigio preexistente ante un juez ordinario, sino, más ampliamente aún, de todo conflicto de intereses. Como 7 Francisco Rubio Llorente: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional en Europa”, en la obra colectiva, “Manuel Fraga. Homenaje Académico”, vol. II, Fundación Canovas del Castillo, Madrid, 1997, págs. 1411 y sigs.; en particular, pág. 1416. es obvio, el control que se lleva a cabo con ocasión de la aplicación de la ley presupone justamente lo contrario. 2 LA ÚLTIMA “RATIO” DE LA BIPOLARIDAD: LA CONCEPCIÓN DEL “LEGISLADOR NEGATIVO” Y LA REAFIRMACIÓN KELSENIANA DEL PRINCIPIO DE SUJECIÓN DE LOS JUECES A LA LEY I – La recepción en Europa del sistema de justicia constitucional, como es sobradamente conocido, tendrá lugar en los aledaños de la primera postguerra. Por un lado, la Constitución de Weimar propiciará un desarrollo de la jurisdicción constitucional que nos ofrece, como advierte Simon,8 una imagen contradictoria y polícroma, bien que, en sintonía con la tradición alemana, las competencias de tal jurisdicción se orientan fundamentalmente a los problemas dimanantes de la estructura federal del Estado. Por otro lado, la Constitución de la República Federal Austríaca (Oktoberverfassung), de 1 de octubre de 1920, diseñará un nuevo sistema de control de constitucionalidad, obra maestra de Kelsen, que diferirá del modelo americano no sólo en la atribución a un órgano ad hoc, el Tribunal Constitucional, de la facultad de verificar el control de constitucionalidad de las normas generales, sino en un conjunto de rasgos de incuestionable relevancia que tienen mucho que ver con la peculiar naturaleza de “legislador negativo” que Kelsen atribuirá al Tribunal Constitucional. II – La Constitución de Weimar hacía suyo el instituto de la Staatsgerichtsbarkeit, un instrumento de resolución procesal de conflictos entre aquellos órganos que concurren a la formación de la voluntad estatal, conflictos de naturaleza sustancialmente política. La concepción de la jurisdicción constitucional como cauce de resolución de conflictos entre órganos supremos (Organstreit), que llega hasta nuestros días, a juicio de Volpe,9 encontrará su concreción emblemática en el Staatsgerichtshof, previsto por el art. 108 de la Constitución weimariana y desarrollado por una Ley de 9 de julio de 1921. En cuanto al control de compatibilidad de las normas de los Länder respecto del Derecho del Reich, contemplado por el párrafo segundo del art. 13 de la Constitución, que no precisaba, sin embargo, el órgano competente para llevarlo a cabo (se aludía tan sólo a que la competencia recaería en una 8 Helmut Simon: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde, “Manual de Derecho Constitucional”, Instituto Vasco de Administración Pública – Marcial Pons, Madrid, 1996, págs. 823 y sigs.; en concreto, pág. 826. 9 Giuseppe Volpe: “L’ingiustizia delle leggi” (Studi sui modelli di giustizia costituzionale), Giufffrè, Milano, 1977, pág.166. jurisdicción suprema del Reich), sería encomendado por una Ley de 8 de abril de 1920 al Reichsgericht. La Constitución de Weimar, por el contrario, omitió toda referencia al control de constitucionalidad material de la ley, lo que en modo alguno ha de entenderse en el sentido de que la cuestión fuera ignorada o suscitara indiferencia. Bien al contrario, a un intenso debate doctrinal en torno a los fundamentos de dicho control10 se unió la que Sontheimer11 denominara “batalla para el examen jurisdiccional de las leyes” (der Kampf um das richterliche Prüfungsrecht), contienda que se libró con ocasión de la reivindicación jurisdiccional de la realización de un control material de la constitucionalidad de la ley que venía posibilitado por la determinación del art. 109, párrafo primero, de la Constitución, a cuyo tenor: “Todos los alemanes son iguales ante la ley”, en tanto en cuanto se consideró que ese principio de igualdad no había de ser interpretado en un mero sentido formal, sino también, y primigeniamente, como un principio material que había de vincular al propio legislador. Así lo expondría Erich Kaufmann, entre otros muchos, resumiendo la posición mayoritaria, en el III Congreso de la Vereinigung derDeutschen Staatsrechtslehrer (Asociación de Profesores alemanes de Derecho Público), celebrado en Münster entre el 29 y 30 de marzo de 1926,12 al interpretar que el principio de igualdad constitucionalizado por el art. 109 imponía primariamente al legislador tratar de modo igual situaciones iguales en la realidad y de modo desigual situaciones diversas en la realidad, lo que obviamente convertía dicho principio en un límite frente al posible arbitrio o discrecionalidad del legislador. Si se nos permite el excursus, quizá convenga recordar que en la Alemania de fines del siglo XIX y primeros lustros del XX, habían arraigado algunos sectores doctrinales que defendían la peligrosa pretensión de reconocer a los jueces la facultad de inaplicar la ley en nombre de valores sustancialmente extraños al ordenamiento jurídico. Tal sería el caso de la “Escuela libre del Derecho” (Freirechtsbewegung), movimiento cuyo inicio coincide con la publicación, en 1885, de la obra de Oskar von Bülow, “Gesetz und Richteramt” (“La Ley y la Magistratura”), o de la teoría de la “comunidad del pueblo” (Volksgemeinschaft), deudora en el plano jurídico de la concepción romántica del “espíritu del pueblo” (Volksgeist), que concibe al Derecho como 10 Cfr. al respecto, Jean-Claude Béguin: “Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d’Allemagne”, Economica, París, 1982, en particular, págs. 16-21. 11 Kurt Sontheimer: “Antidemokratischen Denken in der Weimarer Republik”, München, 1968, pág. 75. Cit. por Giuseppe Volpe, en “L’ingiustizia...”, op. cit., pág. 100. 12 Entre otros conocidos defensores de la misma tesis habría que recordar a Heinrich Triepel quien, como recuerda Carro (en el prólogo a la obra de Triepel, “Staatsrecht und Politik”, en su traducción española, “Derecho público y política”, Civitas, Madrid, 1974, pág. 19), no sólo defendió la necesaria vinculación del legislador al principio de igualdad, sino, asimismo, el reconocimiento de un derecho de control ju- dicial de las normas bajo el prisma de los derechos fundamentales, todo ello en el mismo III Congreso de la Asociación de Profesores alemanes de Derecho público. una forma de vida de la colectividad popular, como el auténtico y esencial ordenamiento del pueblo. En este ámbito de pensamiento, el Estado de Derecho pasó a concebirse como Estado sujeto al Derecho, que no a la Ley, circunstancia a la que se anudaba, como inexcusable consecuencia, la sustitución del principio de legalidad (Gesetzmässigkeit) por el de juridicidad (Rechtsmässigkeit). El principio positivista de que el Derecho era el producto propio y exclusivo del legislador quedaba así absolutamente degradado y relativizado. No debe extrañar por lo que acaba de exponerse que en el Congreso celebrado en Münster, en 1926, todos los teóricos de la Volksgemeinschaft postularan el fin de la soberanía de la Ley. Como recuerda Volpe,13 el principio de igualdad ante la Ley era sustituido por el principio de igualdad ante Dios. De esta forma, la vertiente material del principio de igualdad se instrumentalizó como un mecanismo de rango constitucional que propiciaba la transfusión a las normas legislativas del “espíritu del pueblo”, correspondiendo a los operadores jurídicos, particularmente a los jueces, la tarea de decidir si las valoraciones realizadas por el legislador en relación con el principio de igualdad encontraban su correspondencia en la “naturaleza de las cosas” (Natur der Sache) y resultaban justas en cuanto acordes a un orden superior de valores sentido por la conciencia popular que remitía a conceptos tan amplios e imprecisos como el bien o la verdad. Poco tiempo antes del Congreso de Münster, el Reichsgericht, en una celebérrima Sentencia de su 5ª Cámara Civil, de 4 de noviembre de 1925, se iba a plantear formalmente la cuestión del control de constitucionalidad material de la Ley, resolviendo que la sumisión del Juez a la Ley no excluye que el propio Juez rechace la validez de una Ley del Reich o de algunas de sus disposiciones, en la medida en que las mismas se opongan a otras disposiciones que hubieren de considerarse preeminentes, debiendo, por ello mismo, ser observadas por el Juez. Quedaba reconocido así un derecho de control judicial que Schmitt14 caracterizaría como un control “accesorio” que constituye una competencia ocasional, ejercitándose tan sólo de modo eventual, incidenter, en una sentencia judicial y conforme a las posibilidades de cada Juez, es decir, en forma “difusa”, término que Schmitt propondría para designar el concepto opuesto al de derecho de control “concentrado” en una sola instancia. III – La Constitución Austríaca de 1920 iba a consagrar un nuevo sistema de control de constitucionalidad que es deudor de la concepción de Kelsen. El gran jurista de la Escuela de Viena se situaba en una posición 13 Giuseppe Volpe: “L’ingiustizia delle leggi”, op. cit., págs. 103-104. 14 Carl Schmitt: “La defensa de la Constitución”, traducc. de Manuel Sánchez Sarto, Tecnos, Madrid, 1983, pág. 52. radicalmente antagónica a la sustentada por la teoría de la “comunidad del pueblo” (Volksgemeinschaft). Su postura quedaba nítidamente expuesta en el propio Congreso de Münster al replicar a Kaufmann que él era positivista, siempre y pese a todo positivista. Kelsen sería muy claro al advertir de los peligros a que conducía el romanticismo jurídico asentado en una función de intuición sentimental del espíritu jurídico de la comunidad popular: al triunfo del subjetivismo más radical. Más aún, Kelsen, siempre en el Congreso de 1926, se refería a las tendencias doctrinales que rechazaban que el Juez hubiera de limitarse a aplicar la Ley a través de meras operaciones lógico-silogísticas, conectando tales tendencias con las posiciones más hiper-conservadoras, cuando no, lisa y llanamente, por entero ajenas al marco democrático. Así, Kelsen vinculará “la clara tendencia a disminuir el valor y la función de la autoridad legislativa positiva” con “el cambio en la estructura política del órgano legislativo”, constatando que “el orden judicial ha permanecido casi insensible a los cambios en la estructura política que se manifiestan en la composición de los Parlamentos”.15 La preocupación que se trasluce en las anteriores reflexiones de Kelsen sería compartida pocos años después por Heller, quien subrayaría lo emblemático y significativo del hecho de que la interpretación del principio de igualdad como límite y medio de control jurisdiccional frente a la libre capacidad de elección del poder legislativo fuese concebida por los sectores antidemocráticos de la doctrina jurídica alemana.16 De todo lo anteriormente expuesto parece desprenderse con relativa nitidez que al delinear su teoría de la Verfassungsgerichtsbarkeit, que presupone que el Tribunal Constitucional se limite a confrontar en abstracto dos normas jurídicas, dilucidando su compatibilidad o contradicción por medio de meras operaciones lógico-silogísticas, Kelsen estaba rechazando el subjetivismo radical implícito en las teorías jurídicas de la “Escuela libre del Derecho” y de la “comunidad del pueblo” y reivindicando la búsqueda de la objetividad y de la racionalidad perdidas en amplios sectores jurídicos y judiciales de la Alemania de Weimar. A su vez, al sustraer a los órganos jurisdiccionales el control de constitucionalidad de las leyes y normas generales, el gran jurista vienés pretendía evitar el riesgo de un “gobierno de los jueces”, peligro sentido por amplios sectores de la doctrina europea de la época, como revela el clásico libro de Lambert,17 en cuanto que tal dirección se conectaba con posiciones 15 Cfr. al efecto, Adriano Giovannelli: “Alcune considerazioni sul modello della Verfassungsgerichtsbarkeit kelseniana nel contesto del dibattito sulla funzione ‘politica’ della Corte Costituzionale”, en el colectivo, “Scritti su la Giustizia Costituzionale” (In onore di Vezio Crisafulli), vol. I, CEDAM, Padova, 1985, págs. 381 y sigs.; en concreto, pág. 395. 16 Hermann Heller: “Rechtsstaat oder Diktatur?”, Tübingen, 1930. Cit. por Giuseppe Volpe, “L’ingiustizia...”, op. cit. pág. 102. 17 Edouard Lambert: “Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-Unis”, Giard, Paris, 1921. mayoritariamente conservadoras cuando no, lisa y llanamente, antidemo- cráticas. El propio Kelsen admitiría de modo expreso18 que aunque con anterioridad a la entrada en vigor de la Constitución Austríaca de 1920, los Tribunales austríacos tenían la facultad de apreciar la legalidad y constitucionalidad de los reglamentos, limitándose, por el contrario, en lo que al control constitucional de las leyes se refería, al estrecho marco o límite de verificar su correcta publicación, y una de las metas de la Constitución de 1920 fue la ampliación del control de constitucionalidad de las leyes, no se consideró, sin embargo, aconsejable conceder a cada Tribunal el poder ilimitado de apreciar la constitucionalidad de las leyes. El peligro de la falta de uniformidad en cuestiones constitucionales era, a juicio del maestro de la Escuela de Viena, demasiado grande, y tal peligro, habría que añadir, no podía ser combatido en Austria, un país con un sistema jurídico de civil law, por intermedio de la regla del stare decisis, característica de los países de common law. Y como trasfondo del peligro en cuestión se hallaban las tendencias antidemocráticas de ciertos sectores jurisdiccionales, existentes en Alemania y que bien podían extenderse a Austria. Pero aún habría de añadirse algo más. El monopolio que el Tribunal Constitucional asume en relación con el control de constitucionalidad de las leyes y, por encima de ello, la peculiar naturaleza de “legislador negativo” con que Kelsen concibe tal órgano, no sólo pretende mostrar la complementariedad que respecto del poder legislativo estaba llamado a asumir el Tribunal Constitucional, sino que, más allá de ello, tal concepción revelaba bien a las claras que el modelo de control diseñado por Kelsen no se hallaba animado por una actitud de desconfianza frente al Parlamento sino, muy al contrario, por un deseo de reforzarlo, protegiéndolo frente a los Jueces.19 Al entender Kelsen que la anulación de una ley no puede consistir en su mera desaplicación en el caso concreto, como acontece en la judicial review norteamericana – “annuler une loi, dirá Kelsen,20 c’est poser une norme générale” –, por cuanto la anulación tiene el mismo carácter de generalidad que su elaboración, estará convirtiendo al Tribunal Constitucional en un 18 Hans Kelsen: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study of the Austrian and the American Constitution”, en “The Journal of Politics”, vol. 4, mayo de 1942, núm. 2, págs. 183 y sigs. Manejamos aquí tanto la traducción española de Domingo García Belaunde (“El control de la constitucionalidad de las leyes”, en “Ius et Veritas”. Revista de la Facultad de Derecho de la PUC del Perú, Lima, junio de 1993, págs. 81 y sigs.; en concreto, pág. 83), como la traducción francesa de Louis Favoreu (“Le contrôle de constitutionnalité des lois. Une étude comparative des Constitutions autrichienne et américaine”, en Revue Française de Droit Constitutionnel, núm. 1, 1990, págs. 17 y ss.). 19 En análogo sentido, Adriano Giovannelli: “Alcune considerazioni sul modello...”, op. cit., pág. 395. 20 Hans Kelsen: “La garantie juridictionnelle de la Constitution” (La Justice constitutionnelle), en Revue du Droit Public et de la Science Politique, tome quarante-cinquième, 1928, págs. 197 y sigs.; en concreto, pág. 200. órgano del poder legislativo, en un “legislador negativo”, llamado ciertamente a colaborar, por decirlo quizá impropiamente, con dicho poder, al venir a reafirmar tal órgano el principio de sujeción de los Jueces a la Ley sin fisura alguna, lo que, ciertamente, suponía un refuerzo del órgano parlamentario frente al poder judicial. Por lo demás, de esta caracterización del Tribunal Constitucional como “legislador negativo” derivarán las más acusadas diferencias entre ambos modelos, el norteamericano y el europeo-kelseniano. En último término, conviene no olvidar que las divergencias entre ambos modelos de control de constitucionalidad dimanan de unos presupuestos histórico-políticos e ideológicos contrapuestos que constituyen la última y más profunda ratio de su bipolaridad. Volpe lo expone con claridad meridiana.21 El sistema norteamericano halla su razón de ser en la voluntad de establecer la supremacía del poder judicial (el denominado “gobierno de los jueces”) sobre los restantes poderes, particularmente sobre el poder legislativo, lo que constituye un acto de confianza en los Jueces, no encuadrados en una carrera burocrática y, al menos a nivel de los Estados, de elección popular en su mayor parte, a la par que de desconfianza en el legislador. La Verfassungsgerichtsbarkeit kelseniana representa, por el contrario, un acto de desconfianza en los Jueces, encaminado a salvaguardar el principio de seguridad jurídica y a restablecer la supremacía del Parlamento, puesta en serio peligro por la batalla iniciada por amplios sectores del mundo jurídico a favor del control jurisdiccional (difuso) de las leyes, lo que entrañaba dejar en manos de una casta judicial, en amplia medida de extracción aristocrática y vocación autoritaria, un instrumento de extraordinaria relevancia en la vida de un Estado de Derecho. 3 LA OBSOLESCENCIA DE LA CLÁSICA POLARIDAD “SISTEMA AMERICANO” VERSUS “SISTEMA EUROPEO-KELSENIANO” I – En una caracterización bien conocida, Calamandrei22 vino a connotar por una serie de binomios contrapuestos a los dos grandes sistemas de control de constitucionalidad (o de legitimidad constitucional, en la expresión italiana): el sistema judicial o difuso (judicial review of Legislation) y el sistema autónomo o concentrado (la Verfassungsgerichtsbarkeit kelseniana). 21 Giuseppe Volpe: “L’ingiustizia delle leggi”, op. cit., págs. 157 y sigs. 22 Piero Calamandrei: “La ilegitimidad constitucional de las leyes en el proceso civil”, en su obra “Ins- tituciones de Derecho Procesal Civil” (Estudios sobre el proceso civil), traducción de Santiago Sentís Melendo, vol. III, Librería El Foro, Buenos Aires, 1996, págs. 21 y sigs.; en concreto, págs. 32-33. nulidad preexistente y, por tanto, con efectos ex tunc) y obviamente presupone que todos los órganos jurisdiccionales (de la autoridad judicial, como dice Calamandrei) puedan ejercitarlo. El sistema concentrado, además de ser ejercido tan sólo por “un único y especial órgano constitucional”, es caracterizado como principal (el control se propone como tema separado y principal de la petición, cuestionando directamente la legitimidad de la ley en general, sin esperar que se ofrezca la ocasión de una controversia especial), general (la declaración de inconstitucionalidad conduce a la invalidación de la ley erga omnes, haciéndole perder para siempre su eficacia normativa general) y constitutivo (el pronunciamiento de inconstitucionalidad opera como anulación o ineficacia ex nunc, que vale para el futuro pero respeta en cuanto al pasado la validez de la ley inconstitucional). II – La virtualidad didáctica de los adjetivos “difuso” y “concentrado” es grande; de ello no cabe la menor duda. Sin embargo, hoy no se puede decir que retraten la realidad de la institución considerada, por lo que su valor explicativo es bastante dudoso. Más aún, incluso desde una perspectiva histórica resulta que la completa vigencia práctica de los postulados teóricos en que se sustentaba la bipolaridad sistema difuso / sistema concentrado o, con más rigor, judicial review of Legislation / Verfassungsgerichtsbarkeit, fue más bien escasa, produciéndose muy pronto una cierta relativización de algunos de sus rasgos más característicos. No será necesario esperar a la nueva concepción sustentada por los constituyentes europeos de la segunda postguerra, si bien a partir de este momento el proceso relativizador de los binomios precedentemente citados se acentuará de modo notable. En efecto, ya la muy relevante reforma constitucional austríaca de 1929 (la Zweite Bundesverfassungsnovelle, de 7 de diciembre de 1929) agrietará la supuesta solidez de las diferencias binomiales. A juicio de Cappelletti, que compartimos, tras la Novelle, el sistema austríaco-kelseniano presenta ya un carácter híbrido.23 Por lo demás, una opinión doctrinal muy extendida en nuestros días, si es que no casi generalizada, subraya la existencia de una clara tendencia convergente entre los dos clásicos modelos. Es el caso, entre otros muchos, de Cappelletti,24 para quien el control jurisdiccional de las leyes, en su funcionamiento en el mundo contemporáneo, revela el hundimiento de las 23 Mauro Cappelletti: “Il controllo giudiziario di costituzionalità...”, op. cit., pág. 95. 24 Mauro Cappelletti: “Judicial Review on Comparative Perspective”, en California Law Review, vol. 58, núm. 5, octubre 1970, págs. 1017 y sigs. Manejamos la traducción francesa, “Le contrôle juridictionnel des lois en Droit comparé”, en la obra de recopilación de artículos del propio autor, “Le pouvoir des juges”, Economica-Presses Universitaires d’Aix-Marseille, París, 1990, págs. 179 y sigs.; en concreto, pág. 213. antiguas dicotomías, hallándose los dos modelos en vías de llegar a uno sólo, en proceso, en definitiva, de unificación. Este monopolio, aunque formalmente no se vea alterado, sufrirá un embate considerable con la ya mencionada reforma constitucional austríaca de 1929. Ya el texto de 1920 (art. 89.2) habilitaba a los Tribunales, en el caso de que les surgieran dudas acerca de la ilegalidad de un reglamento que hubieren de aplicar, para suspender el procedimiento y requerir al Tribunal Constitucional su anulación por un vicio de ilegalidad. Sin embargo, el planteamiento de esta cuestión se circunscribía a los reglamentos, no abarcando a las leyes. La reforma constitucional de 1929, dando una nueva redacción al art. 140 de la Constitución, ampliaba la legitimación para recurrir las leyes ante el Verfassungsgerichtshof (VfGH), por vicios de inconstitucionalidad, al Tribunal Supremo (Oberster Gerichtshof) y al Tribunal de Justicia Administrativa (Verwaltungsgerichtshof). Cualquier parte de una litis o controversia de la que estuviera conociendo uno de esos dos altos órganos jurisdiccionales ordinarios podía plantear ante ellos el problema de la constitucionalidad de una ley aplicable al caso concreto, si bien la cuestión constitucional propiamente dicha se había de plantear por la exclusiva decisión del alto órgano jurisdiccional.25 El origen de esta reforma se ha visto26 en la facultad de que dispuso el VfGH, desde su diseño inicial en 1920, de proceder de oficio al control de constitucionalidad de una ley o de un reglamento, cuando hubiere de aplicar una de esas normas en otro caso distinto pendiente de su conocimiento. Sin embargo, y al menos adicionalmente, a nuestro entender, no puede olvidarse aquí la nítida postura kelseniana favorable a la fórmula acuñada constitucionalmente en 1929, en la que el gran jurista nacido en Praga ve un cauce para la introducción de una muy atenuada actio popularis. 25 “Las partes, diría Kelsen (en “El control de la constitucionalidad de las leyes”, op. cit., pág. 88), no tenían derecho a exigir tal proceso. Era exclusivamente el interés público protegido por los Tribunales y no el interés privado de las partes, lo que era decisivo desde el punto de vista procesal”. 26 Theo Öhlinger: “La giurisdizione costituzionale in Austria”, en Quaderni Costituzionali, año II, núm. 3, diciembre 1982, págs. 535 y sigs.; en concreto, pág. 542. Recordemos ahora que Kelsen, en 1928, admitía27 que la mayor garantía en orden al desencadenamiento del procedimiento de control de constitucionalidad, consistía ciertamente en la previsión de una actio popularis, de acuerdo con la cual el VfGH habría de proceder al control a instancias de cualquiera. “C’est incontestablement de cette façon que l’intérêt politique qu’il y a à l’élimination des actes irréguliers recevrait la satisfaction la plus radicale”. A partir de tal reconocimiento, Kelsen considera no recomendable esta solución porque la misma entrañaría un muy considerable peligro de acciones temerarias “et le risque d’un insupportable encombrement des rôles”.28 Sin embargo, casi de inmediato, el jurista de la Escuela de Viena se manifiesta favorable a un acercamiento del recurso de inconstitucionalidad a la actio popularis, a cuyo efecto postulará que se permita a las partes de un proceso judicial o administrativo provocar tal control de constitucionalidad frente a actos de autoridades públicas (resoluciones judiciales o actos administrativos) cuando entendieren que tales actos, aun siendo inmediatamente regulares, se hubieren realizado en ejecución de una norma irregular (ley inconstitucional o reglamento ilegal). Se trataría, en definitiva, como reconoce Kelsen,29 no de un derecho a recurrir abierto directamente a los particulares, sino de un medio indirecto de provocar la intervención del Tribunal Constitucional. En definitiva, la reforma constitucional de 1929, aun no rompiendo formalmente el monopolio del control de constitucionalidad por parte del VfGH, alteraba el significado del mismo, convirtiéndolo en un monopolio de rechazo por cuanto, de algún modo, los dos altos órganos jurisdiccionales ordinarios que quedaban legitimados para plantear ante el Tribunal Constitucional la pertinente “demanda” – en los términos del art. 140.1 de la Constitución30 –, antes de decidir su planteamiento, debían lógicamente llevar a cabo un primer juicio de constitucionalidad en el que sustentar el planteamiento de la cuestión. Como bien señala Rubio Llorente,31 la cuestión de inconstitucionalidad implica siempre un doble juicio de constitucionalidad: uno provisional y negativo, efectuado por el Juez o Tribunal que la suscita, y otro, definitivo y coincidente o no con aquél, que es el que lleva a cabo el Tribunal Constitucional. De ahí que allí donde existe el instituto procesal 27 Hans Kelsen: “La garantie juridictionnelle...”, op. cit., pág. 245. 28 En análogo sentido, Charles Eisenmann, uno de los más fieles seguidores y discípulos de Kelsen, de modo rotundo, consideraba que la prohibición de la vía directa a los particulares constituía una necesidad práctica casi absoluta. Charles Eisenmann: “La Justice Constitutionnelle et la Haute Cour Constitutio- nnelle d’Autriche” (1ª ed. de 1928), Economica-Presses Universitaires d’Aix-Marseille, París, 1986, pág. 188. 29 Hans Kelsen: “La garantie juridictionnelle...”, op. cit., pág. 246. 30 Manejamos el texto publicado en la obra de Boris Mirkine-Guetzévitch, “Las nuevas Constituciones del mundo”, Editorial España, Madrid, 1931. El texto de la Ley constitucional federal de 7 de diciembre de 1929 puede verse en págs. 177 y sigs. 31 Francisco Rubio Llorente: “La forma del poder” (Estudios sobre la Constitución), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pág. 588. conocido en España como “cuestión de inconstitucionalidad” se afirme que el Tribunal Constitucional sólo dispone de un monopolio de rechazo de las leyes inconstitucionales (que en el caso austríaco habría que ampliar a los reglamentos ilegales). IV – El constitucionalismo europeo de la segunda postguerra ha profundizado en esta dirección. Como destaca Pizzorusso,32 una de las novedades emergentes de las experiencias de la justicia constitucional de la segunda postguerra es la constatación de la posibilidad de combinar la técnica del control incidental (de tipo norteamericano) con la técnica del control concentrado (de tipo austríaco-kelseniano) mediante el empleo del instituto procesal de la pregiudizialità, esto es, mediante la facultad que algunos ordenamientos reconocen a los órganos jurisdiccionales ordinarios, no para decidir autónomamente las cuestiones constitucionales, pero sí para elevar a la decisión del Tribunal Constitucional normas sospechosas de vulnerar la Constitución, que hayan de ser aplicadas en una litis concreta de la que estén conociendo. Alemania, Italia y España nos ofrecen buen ejemplo de esta técnica. Y otro tanto se puede decir de Austria, en donde una nueva reforma constitucional del año 1975 vino a legitimar, en orden al desencadenamiento del control por parte del VfGH, a todos los órganos jurisdiccionales de segunda instancia, lo que encerraba una enorme relevancia en aquellos supuestos en que no estaba previsto un recurso ante el Tribunal Supremo. Si se advierte que siempre es posible un recurso contra una sentencia dictada en primera instancia, se puede comprender, como constata Öhlinger,33 que la reforma de 1975 abrió posibilidades prácticamente ilimitadas de control de constitucionalidad de las leyes con ocasión de su aplicación. En definitiva, este instituto procesal ha venido a hacer partícipes del proceso de control de constitucionalidad de las leyes a todos los Jueces, relativizando de esta forma el primer binomio diferencial que separa los dos grandes modelos. Sin embargo, su impacto aún será mucho más amplio. V – Una segunda diferencia entre ambos sistemas atañe al carácter Legislation, la ley sospechosa de inconstitucionalidad no es susceptible de impugnación directa. La presunta inconstitucionalidad sólo puede hacerse valer como cuestión incidental, de cuya resolución depende la decisión que sobre el caso principal ha de adoptar el Juez competente, por quien es parte en una controversia concreta. El control tiene, pues, carácter incidental o, como otros sectores doctrinales sostienen, quizá con mayor impropiedad, el 32 Alessandro Pizzorusso : “I sistemi di giustizia costituzionale: dai modelli alla prassi”, en Quaderni Costituzionali, año II, núm. 3, diciembre de 1982, págs. 521 y sigs.; en concreto, pág. 522. 33 Theo Öhlinger: “La giurisdizione costituzionale in Austria”, op. cit., pág. 543. control se lleva a cabo a través de la vía procesal de la excepción de inconstitucionalidad. En el sistema europeo-kelseniano de la Verfassungsgerichtsbarke it, el procedimiento ante el Tribunal Constitucional se inicia mediante la pues, ante un procedimiento de impugnación directa, en vía principal. La impugnación no se vincula a la existencia de una litis, facilitándose de esta forma la anulación de leyes inconstitucionales que, sin embargo, pueden no suscitar controversia, si bien, por lo general (si bien ello admite excepciones), dentro de un determinado plazo. En 1942, Kelsen sostuvo34 que la mayor diferencia entre el sistema norteamericano y el austríaco radicaba en el procedimiento a través del cual una ley podía ser declarada inconstitucional por el órgano competente, subrayando el hecho de que, en principio, en el sistema americano, sólo la violación del interés de un particular podía desencadenar el procedimiento de control constitucional, lo que, de alguna forma, significaba la postergación del interés público que el control de constitucionalidad de las normas entraña, que no necesariamente coincide con el interés privado de las partes interesadas. Ciertamente, el control, en el sistema americano, se ha vinculado siempre a la previa existencia de una controversia. Hughes35 recuerda cómo la Supreme Court ha rechazado las insinuaciones del Congreso para que opinase sobre cuestiones constitucionales cuando no tenía que decidir un case o una controversy reales. En tal sentido se pronunciaría, por ejemplo, en 1911, en el Caso Muskrat vs. United States. Sin embargo, como el propio Kelsen recuerda,36 una Ley de 24 de agosto de 1937 “para proveer la intervención del Gobierno de los Estados Unidos, en apelación directa al Tribunal Supremo y la regulación de la expedición de injunctions en algunos casos referentes a la constitucionalidad de las leyes del Congreso y para otros propósitos”, vino a reconocer el interés público en el control jurisdiccional de las leyes federales. Esta Ley concedió al Ejecutivo el derecho de recurrir ante el Tribunal Supremo una sentencia por la que una Ley federal fuera declarada contraria a la Constitución, lo que posibilitaba al Ejecutivo federal el derecho de intervenir en cualquier acción entre particulares, 34 Hans Kelsen: “El control de la constitucionalidad de las leyes”, op. cit., pág. 87. 35 En el Caso a que alude Hughes (Muskrat vs. U.S.), el Tribunal Supremo decidió que el Congreso no se hallaba facultado para aprobar una Ley que atribuía competencia al Tribunal de Reclamaciones (Court of Claims) y, en apelación, al Tribunal Supremo, para decidir sobre la validez de las leyes del Congreso relativas a asuntos de los indios, sin un “caso” o “controversia”, únicos asuntos a los que, según la Constitución, se extiende el poder judicial. Charles Evans Hughes:“La Suprema Corte de los Estados Unidos”, 2ª ed. española, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, pág. 54. 36 Hans Kelsen: “Le contrôle de constitutionnalité des lois. Une étude comparative des Constitutions autrichienne et américaine”, op. cit., pág. 25. convirtiéndose en una de las partes a los efectos de la presentación de pruebas y de la argumentación de la cuestión constitucional. Ello significaba una cierta relativización de la diferencia advertida por Kelsen y anteriormente mencionada. Pero aún hay algo más. La recepción constitucional en algunos ordenamientos europeos de la segunda postguerra de la cuestión de inconstitucionalidad entraña la introducción de un elemento incidental en un sistema concentrado en el que el control tiene carácter principal. Ello es importante porque, como advierte Pizzorusso,37 va a atribuir carácter “concreto” al control realizado por el Tribunal Constitucional cuando conoce de una cuestión de inconstitucionalidad. Bien es verdad, añadiríamos por nuestra cuenta, que este carácter “concreto”, contrapuesto a la “abstracción” ínsita en el carácter principal del control, sólo puede admitirse en un sentido impropio que se vincula con el planteamiento de la cuestión. La abstracción significa que el proceso de constitucionalidad surge al margen de un caso judicial. La concreción deriva de la relación de prejudicialidad que, en conexión con la “relevancia” (constatada en el oportuno “juicio de relevancia”) de la cuestión de inconstitucionalidad, se establece entre los dos juicios en base a que mientras en uno tal norma constituye el objeto del control de constitucionalidad, en el otro, es tal norma la que ha de ser aplicada en orden a la resolución del caso, lo que vincula la decisión del Tribunal Constitucional a un caso concreto en cuyo ámbito la norma controlada ha de encontrar aplicación. Esta concreción en el planteamiento de la cuestión de incons- titucionalidad convive con la abstracción del enjuiciamiento llevado a cabo por el Tribunal Constitucional. Este no va a dejar de confrontar en abstracto dos normas jurídicas, dilucidando su compatibilidad o contradicción a través de un conjunto de operaciones lógico-silogísticas. Sin embargo, como bien se ha señalado,38 la concreción en el planteamiento de origen no parece que haya de carecer de una cierta repercusión en el propio juicio constitucional, pues, llegado el momento de determinar el sentido de los enunciados normativos, puede llegar a ejercer un cierto influjo, por pequeño que sea, el caso litigioso en suspenso en el que se ha suscitado el problema de constitucionalidad y sobre el que posteriormente se ha de pronunciar el juez a quo. 37 Alessandro Pizzorusso: “I sistemi di giustizia costituzionale...”, op. cit., pág. 525. 38 Javier Jiménez Campo: “Consideraciones sobre el control de constitucionalidad de la ley en el Derecho español”, en el colectivo, “La Jurisdicción Constitucional en España (La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. 1979-1994), Tribunal Constitucional — Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, págs. 71 y sigs.; en concreto, págs. 77-78. Ello constituye una prueba más del progresivo entremezclamiento de elementos de uno y otro sistema, prueba que se acentúa si se advierte que en algunos países, como es el caso de Alemania, los jueces ordinarios han venido controlando la constitucionalidad de las leyes preconstitucionales, y que en otros varios, como acontece en España, a esos mismos órganos jurisdiccionales ordinarios corresponde, por la vía del control de legalidad, controlar la constitucionalidad de las normas infralegales. VI – Una última y doble diferencia atañe a la extensión y naturaleza de los efectos de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad de la norma impugnada. En el modelo americano, en sentido estricto, el Juez no anula la Ley, sino que declara una nulidad preexistente, por lo que se limita a inaplicar la ley que considera contradictoria con la Constitución (sentencia declarativa). En sintonía con ello, los efectos de la declaración son retroactivos (ex tunc) y, dado el carácter incidental de la demanda, limitados al caso concreto (inter partes); dicho de otro modo, y en términos de Calamandrei, se trata de un control “especial”, no “general”. En la Verfassungsgerichtsbarkeit, el órgano al que se confía la anulación de las leyes inconstitucionales no ejerce propiamente una verdadera función jurisdiccional, aunque tenga, por la independencia de sus miembros, la organización de un Tribunal. A partir de la diferencia que Kelsen considera el Tribunal Constitucional no genera sino destruye una norma general, es decir, pone el actus contrarius correspondiente a la producción jurídica, o sea, que oficia de legislador negativo”. En definitiva, la decisión del Tribunal de anular una ley tiene el mismo carácter que una ley abrogativa de otra norma legal. Es un acto de legislación negativa. En la caracterización del Tribunal como “legislador negativo” no se ha de ver, como advierte Giovannelli,40 una acentuación del carácter político de la función desempeñada por el VfGH, sino más bien el intento kelseniano de asimilarla a la función legislativa, con vistas, particularmente, al otorgamiento de efectos erga omnes al pronunciamiento del Juez constitucional y a la 39 Hans Kelsen: “Wer soll der Hüter der Verfassung sein?”, 1931. Manejamos el texto traducido por Roberto J. Brie, “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?”, Tecnos, Madrid, 1995, págs. 36-37. 40 Adriano Giovannelli: “Alcune considerazioni sul modello...”, op. cit., págs. 388-389. exclusión de la fuerza retroactiva de la resolución judicial, es decir, a dotar a la sentencia constitucional de efectos ex nunc. Kelsen41 consideró que difícilmente podía justificarse tal fuerza retroactiva, no sólo por las consecuencias criticables de todo efecto retroactivo, sino, especialmente, porque la decisión concernía a un acto del legislador, y éste también estaba autorizado para interpretar la Constitución, aun cuando estuviese sometido en este aspecto al control del Tribunal Constitucional. En definitiva, mientras el Juez constitucional no declarase inconstitucional una ley, la opinión del legislador, expresada en un acto legislativo, tenía que ser respetada. De todo ello se infería, como es obvio, la naturaleza constitutiva de las sentencias de inconstitucionalidad.42 La primera relativización que ha de ser advertida en relación a esta pareja de binomios caracterizadores de uno y otro sistema, atañe al sistema americano. Recordemos previamente que la base de todo el Derecho de creación judicial, característico de los sistemas de common law, se encuentra en la regla del precedente (the rule ofprecedent), que fundamenta la obligación que pesa sobre el Juez de atenerse en sus fallos a los precedentes judiciales o normas elaboradas por los órganos jurisdiccionales con anterioridad (stare decisis et quieta non movere). De este modo, aunque formalmente los efectos se circunscriben a las partes de la litis, la incidencia del principio stare decisis puede llegar a alterar notablemente este rasgo. La vinculación del precedente se acentúa aún más en relación a la jurisprudencia de los órganos jurisdiccionales superiores. Así, la existencia de un Tribunal Supremo único, cual, a diferencia de otros países como Alemania, acontece en los Estados Unidos, y la obligación de seguir los precedentes establecidos por los Tribunales jerárquicamente superiores, otorga al sistema norteamericano, en el punto que nos ocupa, una operatividad semejante a la de un control en vía principal, terminando, indirectamente, por desencadenar una verdadera eficacia erga omnes, análoga a la de la abrogación de la Ley, bien diferente a la de una mera desaplicación de la Ley en un caso singular con la posibilidad, empero, de que en otros supuestos la Ley sea nuevamente aplicada. Como afirma Cappelletti,43 ciertamente, si una Ley es inaplicada por el Tribunal Supremo norteamericano por considerarla inconstitucional, la Ley, formalmente, continuará formando parte del ordenamiento jurídico, pero la regla del stare decisis la convertirá en letra muerta. En definitiva, la inaplicación, en la realidad, se transforma en anulación, que, según precisa 41 Hans Kelsen: “Le contrôle de constitutionnalité des lois. Une étude comparative...”, op. cit., pág. 20. 42 Kelsen (en “Le contrôle de constitutionnalité des lois...”, op. cit., pág. 20) admite una sola excepción frente a la regla general de exclusión de fuerza retroactiva de la sentencia: la Ley anulada por la sentencia constitucional no puede ya ser aplicada al caso que dio lugar al control jurisdiccional y subsiguiente anulación de la Ley. 43 Mauro Cappelletti: “Le contrôle juridictionnel des lois en Droit comparé”, op. cit., págs. 202-203. de nuevo Cappelletti,44 es “définitive, incontestable, et qui vaudra pour toute espèce à venir”. VII – Un nuevo elemento de convergencia entre ambos sistemas, en relación con el binomio inmediatamente antes referido, puede apreciarse en la disminución de la distancia que antaño separaba la eficacia del precedente en Norteamérica, en virtud de la regla del stare decisis, de la eficacia de los efectos erga omnes de las sentencias de los Tribunales Constitucionales. Ello ha sido posible porque el contenido de muchos de los pronunciamientos de estos últimos órganos es básicamente interpretativo. El horror vacui del Juez constitucional se ha traducido en la voluntad de éste de compaginar la provocación de una suerte de big bang de los valores constitucionales, facilitando su penetración en todas las ramas del ordenamiento jurídico, con el soslayamiento de la creación simultánea de agujeros negros en el propio orden jurídico.45 Ello ha conducido a las sentencias interpretativas, que, como subraya Crisafulli,46 “sono nate da un’esigenza pratica, e non da astratte elucubrazioni teoriche”. Y esa exigencia práctica es, precisamente, la de evitar vacíos (vuoti) en el ordenamiento. Si a ello se añade la aplicación del principio de conservación de los actos jurídicos (en íntima relación con la exigencia práctica precedente), que a su vez casa a la perfección con el de seguridad jurídica, y el hecho de que algunos Tribunales Constitucionales han utilizado este tipo de sentencias para tratar de dar una doble interacción interpretativa a las normas constitucionales y a las legislativas, ensamblándolas de modo dinámico,47 se puede comprender la gran expansión que este tipo de sentencias ha tenido. Tales sentencias han terminado, en la práctica, por dar lugar a la eficacia del precedente en términos semejantes a como sucede en el modelo norteamericano.48 VIII – En el sistema europeo-kelseniano, como ya vimos con anterioridad, la eficacia erga omnes de la sentencia estimatoria de la 44 Ibidem, pág. 203. 45 Thierry di Manno: “Le juge constitutionnel et la technique des décisions interpretatives en France et en Italie”, Economique – Presses Universitaires d’Aix-Marseille, París, 1997, pág. 74. 46 Vezio Crisafulli: “La Corte Costituzionale ha vent’anni”, en Giurisprudenza Costituzionale, año XXI, 1976, fasc. 10, págs. 1694 y sigs., en particular, pág. 1703. 47 Silvestri, refiriéndose a la Corte Costituzionale, recuerda que con este tipo de sentencias se ha propiciado una doble interacción hermenéutica: de la norma constitucional sobre la disposición legislativa y de la evolución de las condiciones socio-culturales (reflejadas, aunque sólo sea en parte, en la legislación) sobre las mismas disposiciones constitucionales. Gaetano Silvestri: “Le sentenze normative della Corte Costituzionale”, en el colectivo, “Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore...”, op. cit., págs. 755 y sigs., en particular, pág. 757. 48 Alessandro Pizzorusso (en “I sistemi di giustizia costituzionale...”, op. cit., pág. 527) ha vinculado la progresiva menor relevancia diferencial entre los dos clásicos sistemas, de la eficacia erga omnes de las sentencias estimatorias – y en Alemania, también de las de rechazo –, a la vinculación de la sentencia al hecho con respecto al cual se suscita la cuestión de inconstitucionalidad, circunstancia que tiende a conferir siempre mayor importancia al carácter interpretativo de la sentencia, logrando que su eficacia como precedente sobrepase en importancia a su eficacia de cosa juzgada. inconstitucionalidad opera con efectos ex nunc, respetando en cuanto al pasado la validez de la ley declarada inconstitucional. Sin embargo, si este rasgo se ha mantenido en Austria, no puede decirse lo mismo de otros países europeos. En Alemania, cuando el Tribunal Constitucional Federal llega a la conclusión de que una ley es incompatible con la Grundgesetz, declara su nulidad, lo que, según la doctrina tradicional, significa que la norma inconstitucional es inválida desde el momento de su creación y, por tanto, inexistente. En consecuencia, como destaca Weber,49 la nulidad se retrotrae al momento de creación de la norma y, por ello, se define como nulidad ex tunc. La regulación alemana refleja, pues, la doctrina germana de la nulidad de la norma desde el momento de su creación y se opone a la regulación austríaca, que permite retrasar los efectos de la nulidad a un momento posterior. A este respecto, conviene recordar que ya el mismo Kelsen,50 a fin de evitar los inconvenientes dimanantes del vacío jurídico desencadenado por la anulación de una norma, defendería la conveniencia de diferir los efectos de la anulación hasta la expiración de un determinado plazo contabilizado a partir de la publicación de la sentencia de anulación. En coherencia con este planteamiento, el art. 140.3 de la Constitución austríaca habilitó al Tribunal Constitucional para prever una prórroga para la entrada en vigor de los efectos de la sentencia de anulación, prórroga que no podía exceder de seis meses, que en la reforma de 1929 se amplió a un año (según el actual art.140.5 de la vigente Constitución austríaca, tal prórroga puede alcanzar los dieciocho meses), y cuya razón de ser, como reconoció el propio Kelsen,51 era permitir al Parlamento reemplazar la ley cuestionada por una nueva conforme a la Constitución, antes de que la anulación fuere efectiva. De alguna manera, también en Italia se puede hablar de efectos ex doctrina y en la jurisprudencia que la disposición declarada inconstitucional no puede aplicarse en procesos futuros, en el juicio a quo ni en los pendientes, con excepción solamente de las denominadas relaciones ya agotadas, esto es, las relativas a decisiones jurisdiccionales o bien a actos que, en general, ya han aplicado la disposición declarada ilegítima y que ya se han convertido en definitivos al ser firmes o no susceptibles de recurso alguno. 49 Albrecht Weber: “Alemania”, en Eliseo Aja (editor), “Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el Legislador en la Europa actual”, Editorial Ariel, Barcelona, 1998, págs. 53 y sigs.; en particular, pág. 75. 50 Hans Kelsen: “La garantie juridictionnelle...”, op. cit., pág. 243. 51 Hans Kelsen: “El control de la constitucionalidad...”, op. cit., pág. 84. 52 Roberto Romboli: “Italia”, en Eliseo Aja (editor), “Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el Legislador...”, op. cit., págs. 89 y sigs.; en concreto, pág. 118. Análoga es la solución que se ha seguido en Bélgica, donde la Cour d’arbitrage ha recordado en diversas ocasiones el doble alcance temporal de sus sentencias: “Les arrêts d’annulation rendus par la Cour ont autorité absolue de chose jugée à partir de leur publication au Moniteur belge. L’annulation a, par ailleurs, effet rétroactif, ce qui implique que la norme annulée, ou la partie annulée de la norme, doit être considérée comme n’ayant jamais existé”.53 En España, hoy, se admite de modo bastante generalizado que la declaración de inconstitucionalidad de una norma legal entraña su nulidad y, con ello, su eficacia ex tunc, dentro de los márgenes legalmente establecidos: imposibilidad de revisar procesos fenecidos mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada en los que se haya hecho aplicación de la Ley, disposición o acto inconstitucional, salvo en los procesos penales o contencioso-administrativos referentes a un procedimiento sancionador en que, como consecuencia de la nulidad de la norma aplicada, resulte una reducción de la pena o de la sanción o una exclusión, exención o limitación de la responsabilidad. En definitiva, en este punto concreto, la solución más comúnmente adoptada en los ordenamientos europeos se encuentra mucho más próxima a la acuñada en el modelo norteamericano que a la defendida por Kelsen. IX – El elenco de circunstancias reveladoras de la notabilísima relativización de las antaño nítidas divergencias antinómicas entre los dos modelos no termina aquí. Algunos otros argumentos pueden aportarse al efecto tanto en relación con la Corte Suprema norteamericana como con los Tribunales Constitucionales de tipo kelseniano. En el sistema americano, la Supreme Court presenta una configuración cada vez más acentuada como órgano casi exclusivamente de justicia constitucional. Por la vía del writ of certiorari, la Supreme Court se ha venido limitando progresivamente a ejercer su control tan sólo en lo concerniente a las cuestiones de mayor relevancia, que son, por lo general, cuestiones constitucionales. Conviene recordar que el notable aumento del número de casos de que había de conocer el Tribunal Supremo norteamericano a fines del siglo XIX motivó las quejas de los magistrados por la sobrecarga de trabajo, impeditiva de un desarrollo efectivo de su función. Dos Leyes del Congreso trataron de solventar el problema. La primera, la Ley del Tribunal de Apelación, de 1891, concedió por primera vez a la Supreme Court jurisdicción discrecional sobre una elevada proporción de casos. La segunda, la Ley Judicial de 1925, dispuso que la mayoría de los casos llegaran al Tribunal en 53 Henri Simonart: “Le contrôle exercé par la Cour d’arbitrage”, en el colectivo “La Cour d’Arbitrage” (Actualité et Perspectives), Bruylant, Bruxelles, 1988, págs. 121 y sigs.; en concreto, pág. 191. forma de peticiones de revisión, que el Tribunal podía rechazar, en vez de en forma de apelaciones vinculantes. La consecuencia de todo ello sería una considerable ampliación de la capacidad de la Supreme Court para decidir la admisión a trámite. Una nueva reforma llevada a cabo en 1988 ha eliminado, de facto, la jurisdicción de apelación, de naturaleza obligatoria, respecto de los Tribunales federales. Por todo ello, puede afirmarse que la revisión no constituye una cuestión de Derecho, sino de discreción judicial, y únicamente es concedida por el Tribunal cuando entiende que existen razones especiales e importantes para ello, lo que le permite una elección ad libitum y enteramente discrecional, circunstancia que ha posibilitado que la Supreme Court se convierta en “el árbitro efectivo de la forma de gobierno federal”,54 acentuándose por todo ello su rol como órgano político. Hace cincuenta años, constataba Baum en 1981,55 la mayor proporción de los casos presentados ante el Tribunal Supremo eran de naturaleza civil. A partir de entonces, los casos penales fueron en aumento. En la actualidad, los casos de naturaleza constitucional dominan la agenda de este Tribunal, y la mayor parte de ellos suscitan temas de libertades civiles. A la vista de la evolución de la Supreme Court y de su situación actual, se ha podido constatar por amplios sectores de la doctrina56 que es grande la proximidad de este órgano con los Tribunales Constitucionales.57 Pero aún puede señalarse algo más. La apertura de vías procesales antes inexistentes, como es el caso, por ejemplo, de la acción declarativa, que posibilita plantear la impugnación de la constitucionalidad de normas legislativas y el empleo de categorías y técnicas decisorias ajenas a la tradición de la Supreme Court, conducen, según un sector de la doctrina,58 a 54 Lawrence Baum: “El Tribunal Supremo de los Estados Unidos de Norteamérica”, Librería Bosch, Bar- celona, 1987, pág. 152. 55 Ibidem, pág. 148. 56 Este es el caso, entre la doctrina española, de Rubio Llorente, para quien la Supreme Court es, en razón de la selección de los asuntos que ella misma hace, un Tribunal Constitucional (Francisco Rubio Llorente: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional en Europa”, op. cit., pág. 1416). Y en el mismo sentido, entre otros, se manifiesta Pegoraro, para quien “negli ultimi anni, la Corte suprema s’è trasformata... in una vera e propria corte costituzionale, e cioè in un organo dotato di competenze specializzate” (Lucio Pegoraro: “Lineamenti di giustizia costituzionale comparata”, G. Giappichelli Editore, Torino, 1998, pág. 21). 57 Mayores matices presenta la posición de Cappelletti, bien que la exprese en 1970. Para el procesalista italiano (en “Le contrôle juridictionnel des lois en Droit comparé”, op. cit., págs. 205-206), el Tribunal Supremo norteamericano y, entre otros, su análogo japonés en la Constitución de 1947, se hallan lejos de equivaler a los Tribunales Constitucionales europeos, en tanto que su competencia no se limita a cuestiones constitucionales. Esta posición es matizada, por no decir que contradicha, en el mismo tra- bajo (pág. 211), al reconocer Cappelletti que la Supreme Court, por la vía del writ of certiorari, se limita cada vez más a ejercer su control tan sólo en las cuestiones más relevantes, que, por lo general, son de naturaleza constitucional, aproximándose así, de hecho, a los Tribunales Constitucionales europeos. 58 Francisco Rubio Llorente: “Tendencias actuales...”, op. cit., pág. 1416. que este “Tribunal Constitucional” adopte modos y formas propios de la Verfassungsgerichtsbarkeit. X – Una última reflexión se hace necesaria, en esta ocasión en relación a los Tribunales Constitucionales de corte kelseniano. El sistema difuso ha encontrado su mayor receptividad en los sistemas jurídicos de common law; ello no obstante, en los sistemas de la familia romano-germánica, como los denomina David,59 la judicial review of Legislation ha ejercido asimismo una fuerte sugestión, lo que se ha traducido en una cierta transposición, en el modus operandi de los Tribunales Constitucionales europeos, de técnicas jurídicas, y lo que aún importa más, de actitudes mentales que en cierta medida recuerdan a la Supreme Court, que ha sabido forjarse a lo largo de su dilatada historia los instrumentos idóneos en orden a la asunción de un rol verdaderamente creativo, incluso frente a la resistencia del legislador. A este respecto, y sin ánimo de entrar ahora en la cuestión de la superación del rol kelseniano del “legislador negativo”, es del mayor interés recordar el notabilísimo enriquecimiento que han experimentado los fallos de los Tribunales Constitucionales, que ya no se limitan a una función puramente negativa, sino que han asumido en plenitud una función creadora mediante el recurso a técnicas jurídicas muy dispares, propias de la judicial review, como ha sido el caso de la diferenciación entre disposiciones y normas: éstas serían la resultante de un proceso hermenéutico de la disposición que puede conducir a extraer varias normas de una sola disposición, mientras que las disposiciones constituirían la expresión formalizada de la voluntad del órgano del que emana un determinado acto jurídico; dicho de otro modo, y siguiendo el concepto kelseniano, la norma sería el significado de un acto, lo que revela meridianamente que, a la inversa de la disposición, la norma no es una cosa sino un sentido. A partir de esta diferenciación, los Tribunales Constitucionales han disociado en bastantes ocasiones inconstitucionalidad y nulidad. Refiriéndose a Italia – referencia, desde luego, extrapolable a otros países –, Zagrebelsky60 ha constatado la notable aproximación entre el modo de funcionamiento de la Corte Costituzionale y el que caracteriza a los sistemas de control difuso, primigeniamente el que rige en los Estados Unidos, donde el Tribunal Supremo no lleva a cabo un control de la Ley con abstracción de su necesidad de aplicación, sino que, a través de una valoración de la conformidad entre fuentes de diverso grado, “si rivolge alla enucleazione della regola da adottare per la risoluzione della controversia in modo costituzionalmente 59 René David y Camille Jauffret-Spinosi: “Les grands systèmes de Droit contemporains”, 11ª ed., Dalloz, París, 2002, pág. 25. 60 Gustavo Zagrebelsky: “La giustizia costituzionale”, Il Mulino, Bologna, 1977, págs. 152-153. legittimo”. En este modo de proceder, Zagrebelsky encuentra la última ratio que ha conducido a la Corte Costituzionale a admitir una declaración de inconstitucionalidad tan sólo de la norma (no de la disposición de la que aquélla proviene) y a la frecuente utilización de este instrumento. 4 LA CENTRALIDAD DEL MODELO AMERICANO EN EL PROCESO DE CONVERGENCIA DE LOS DOS TRADICIONALES SISTEMAS DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD I – El acercamiento entre los dos grandes sistemas tradicionales de control de constitucionalidad no sólo posibilita encontrar una progresivamente mayor unidad entre los dos modelos históricos, sino que, como bien advierte Pizzorusso,61 opinión ciertamente compartida por otros sectores doctrinales, viene a revelar que entre ellos es el sistema americano el que se nos presenta con una posición verdaderamente central, no entrañando el modelo concentrado europeo-kelseniano más que modificaciones estructurales respecto de aquél. Esta centralidad del sistema americano no es casual, sino que responde a unas concretas circunstancias históricas, que mucho tienen que ver con el hecho de que en Alemania e Italia haya sido el legislador la principal amenaza para las libertades durante un crucial período histórico, lo que explicará el diseño por los constituyentes de ambos países de la segunda postguerra de un mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes encaminado a precaverse frente a una hipotética legislación arbitraria y vulneradora de los derechos y libertades. A ello se unirá una concepción de la Constitución muy próxima a la norteamericana, esto es, una percepción que la concibe, como la visionara Corwin en un trabajo clásico,62 como the higher Law, como la Ley superior, como un complejo normativo de igual naturaleza que la Ley pero con una eficacia capaz de desencadenar la invalidez de las normas contrarias a la constitucional. Esta eficacia normativa superior de la Constitución no podrá explicarse, como advirtiera Bachof,63 más que por la enérgica pretensión de validez de las normas materiales de la Constitución, por un orden de valores que vincula directamente a los tres poderes del Estado, tal como se manifiesta expresamente en la regulación de los derechos fundamentales, por un orden 61 Alessandro Pizzorusso: “I sistemi di giustizia...”, op. cit., pág. 527. 62 Edward S. Corwin: “The Higher Law background of American Constitutional Law”, en Harvard Law Review, XLII, 1928-1929, págs. 149 y sigs. y 365 y sigs.; posteriormente reimpreso, Cornell University Press, Ithaca, N.Y., 1955. 63 Otto Bachof: “Grundgesetz und Richtermacht”, JCB Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1959. Manejamos la traducción española, “Jueces y Constitución”, Civitas, Madrid, 1985, págs. 39-40. de valores que las Constituciones vienen a considerar anterior a ellas mismas, en cuanto que, además, no ha sido creado por ellas, que se limitan a reconocerlo y garantizarlo, y cuyo último fundamento de validez se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental, en una idea del hombre que descansa en estos valores. A partir de estas premisas: la concepción de la Constitución como lex superior, el carácter “limitado” del gobierno, esto es, de los poderes constituidos, magistralmente expuesto por Hamilton en el artículo LXXVIII de “El Federalista”,64 y que Marshall tomaría como punto central de apoyo de su celebérrima Sentencia,65 y en perfecta sintonía con todo ello, el diseño de un mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes, los constituyentes germanos e italianos pondrán la vista tanto en el modelo de la judicial review of Legislation como en el de la Verfassungsgerichtsbarkeit que diseñara la Constitución austríaca de 1920, que había proyectado su influencia en el constitucionalismo de entreguerras. Zagrebelsky66 ha recordado cómo en Italia el atractivo ejercido por el modelo del Tribunal Supremo norteamericano era casi un lugar común del antifascismo liberal y democrático, siendo tal modelo referencia obligada y reiterada en las discusiones constituyentes sobre el sistema de justicia constitucional a adoptar. Sin embargo, lo cierto es que tanto en Italia como en Alemania pareció optarse por el modelo austríaco-kelseniano, opción, como ha señalado García de Enterría,67 que fue tributaria de la dificultad de acoger el sistema americano originario, lleno de convenciones, prácticas y sobreentendidos, como producto vivo de una historia perfectamente singular y propia, pero que, precisamente por ello, se circunscribirá, en lo esencial, a la fórmula estructural de la jurisdicción concentrada. El propio autor, de modo rotundo, sostiene68 que no se acoge el modelo kelseniano del “legislador negativo”, sino el americano de jurisdicción. Desde luego, en la Bonner Grundgesetz, no deja de ser significativo que el Tribunal Constitucional encabece la lista de órganos integrantes del Poder Judicial en la norma de apertura (art. 92) del Capítulo noveno, dedicado a la Jurisdicción (Die Rechtsprechung).69 64 Hamilton, Madison y Jay: “El Federalista”, FCE, 1ª reimpr. de la 2ª ed. española, México, 1974, págs. 330-336. 65 C. Herman Pritchett: “The American Constitution”, McGraw-Hill, New York, 1959. Manejamos la tra- ducción española, “La Constitución Americana”, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1965, pág. 191. 66 Gustavo Zagrebelsky: “La giustizia costituzionale”, op. cit., pág. 321. 67 Eduardo García de Enterría: “La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional”, Civitas, Madrid, 1981, págs. 133-134. 68 Ibidem, pág. 134. 69 Recordemos que en la Constitución austríaca de 1920 el Tribunal Constitucional era objeto de regu- lación en el Título VI, relativo a las “garantías de la Constitución y de la Administración”, mientras la jurisdicción era objeto de una Sección dentro del Título III, relativo al Ejecutivo federal. que si bien son el trasunto de la concepción kelseniana del Tribunal como “legislador negativo”, lo cierto es que, en algún caso, como los efectos erga omnes, vienen exigidos por la necesidad de articular el monopolio de rechazo que tiene el Tribunal Constitucional y su necesaria relación con los demás órganos jurisdiccionales. Cuanto acaba de señalarse no debe hacernos olvidar que la concepción kelseniana del “legislador negativo” ha operado como una auténtica “idea-fuerza” que ha impregnado durante mucho tiempo la idea que de los Tribunales Constitucionales se ha tenido; pese a su relativización, los rescoldos de tal idea aún siguen ejerciendo una cierta acción calorífica. II – Esta concepción constitucional tan próxima a la norteamericana: una Constitución concebida como higher Law cuya fortaleza última se encuentra en un conjunto de valores superiores a los que se encadena una declaración de derechos, en un conjunto normativo al que se sujetan todos los poderes del Estado, incluyendo el poder legislativo, explica también el nuevo rol que los órganos del poder judicial van a asumir en el marco constitucional. Ciertamente, a diferencia del sistema americano, la sujeción a la Ley sigue siendo un principio indiscutible, pues a los jueces alemanes o italianos (después de 1956, año en que iniciaría su andadura en Italia la Corte Costituzionale) no les cabe inaplicar una Ley cuando la consideren contraria a la Constitución, pero ello no obsta a que el rol constitucional de los jueces se vea notabilísimamente potenciado. La magistratura, dirá Heyde70 refiriéndose a la República Federal Alemana, va a gozar de una posición de excelencia en el Estado libre (democrático) de Derecho que ha querido la Grundgesetz. Y en sintonía con ello, frente a los criterios exclusivamente formales del art. 103 de la Constitución de Weimar,71 el art. 92 de la Grundgesetz, norma de apertura del Capítulo dedicado a la jurisdicción,72 contiene un plus de garantías constitucionales del poder judicial, lo que ha conducido a una opinión doctrinal y jurisprudencial (del Bundesverfassungsgericht) casi unánime en torno a que la Bonner Grundgesetz parte de un concepto material de 70 Wolfgang Heyde: “La Jurisdicción”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde, “Manual de Derecho Constitucional”, op. cit., págs. 767 y sigs.; en concreto, págs. 769 y 772. 71 El art. 103 de la Constitución de Weimar se limitaba a decir que: “La justicia se ejerce por el Tribunal del Reich (Reichsgericht) y por los Tribunales de los Länder”. 72 De acuerdo con el art. 92 de la Grundgesetz: “El poder judicial se confía a los jueces, siendo ejercido por el Tribunal Constitucional, por los Tribunales federales ordinarios previstos en esta Ley Fundamental y por los Tribunales de los Länder”. jurisdicción. Ello va a tener mucho que ver con la cláusula de protección jurisdiccional del art. 19.4 GG, a tenor de cuyo inciso primero, “si alguien es lesionado por la autoridad en sus derechos, tendrá derecho a recurrir ante los tribunales”. Los órganos del poder judicial se convierten de este modo en los garantes de los derechos, o por lo menos en los garantes ordinarios, pues a ellos se sumará, primero por la vía de las previsiones legales, y desde 1968 por las determinaciones de la propia Grundgesetz, el Tribunal Constitucional, por intermedio del instituto procesal de la Verfassungsbeschwerde o recurso de queja constitucional. También en Italia el nuevo contexto histórico se traducirá en una nueva visión del poder judicial. A ella se refiere Mortati,73 que la sustenta, de un lado, en la naturaleza sustantiva de la interpretación judicial resultante del elemento de creatividad en ella implicado, y de otro, en la inexcusable sujeción al control de legalidad ejercido por los órganos jurisdiccionales de todos los actos de los poderes públicos, aun cuando el propio autor precise que esta expansión de las intervenciones del poder judicial ni ha alterado de modo sustancial la naturaleza de su función: la conservación del orden jurídico establecido, ni ha conducido a un “Estado de jurisdicción”. Quizá con una mayor introspección, Martines74 pone de relieve que aunque no existe una función de dirección política (indirizzo politico) por parte de los jueces (o de la magistratura), sí puede hablarse de los jueces como operadores políticos (operatori politici), en cuanto institucionalmente llamados a incidir sobre la realidad social, en el bien entendido de que esta cualidad de “operador político” tiene como última razón de ser la exclusión de la función jurisdiccional de la simple tarea “di meccanico formulatore di sillogismi giudiziari” que la filosofía positivista venía atribuyendo a los jueces, no queriendo en modo alguno significar la conversión del poder judicial en un instrumento activo del proceso político. En definitiva, los casos alemán e italiano ejemplifican perfectamente lo acontecido en el constitucionalismo de la segunda postguerra que, en el punto que nos ocupa, va a venir caracterizado por la revitalización del poder judicial, al que va a convertir en una de las piezas centrales del Estado de Derecho. La sujeción de los jueces a la Ley no impedirá que a ellos se encomiende, con carácter ordinario, la tutela de los derechos, pudiendo aplicar de modo inmediato y directo la Constitución, como norma limitadora de la actuación de los poderes públicos, y que, aún estándoles vedada la inaplicación de aquellas normas legales que, con ocasión de su aplicación en una “litis” de la que estén conociendo, interpreten contradictorias con la Lex superior, puedan, sin embargo, tras el pertinente juicio de constitucionalidad realizado por ellos mismos, paralizar el litigio antes de 73 Costantino Mortati: “Istituzioni di Diritto Pubblico”, tomo II, 9ª ed., CEDAM, Padova, 1976, págs. 1248- 1250. 74 Temistocle Martines: “Diritto Costituzionale”, 8ª ed., Giuffrè, Milano, 1994, pág. 522. dictar sentencia y plantear la oportuna cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional que, de este modo, pierde el monopolio del control de constitucionalidad, residenciándose en él tan sólo un monopolio de rechazo, tal y como ya destacamos precedentemente. En resumen, los hechos históricos de los años previos a la Segunda Guerra Mundial, que revelan que es el legislador el más peligroso enemigo del ordenamiento constitucional de los derechos, propiciarán un giro radical por parte de los constituyentes alemanes e italianos, y de resultas, en décadas sucesivas, de los de otros países, que para tratar de evitar los peligros de años atrás, vuelven la vista al constitucionalismo norteamericano, esto es, a una Constitución regida por valores materiales que ha de imponerse a todos los poderes públicos, también al legislador, a cuyo efecto, en una clara aproximación al modelo anglosajón, se considerará necesario fortalecer notablemente el rol constitucional de los jueces, de unos jueces que ya no levantan las suspicacias que suscitaran en la Alemania weimariana y que, aún hallándose sujetos a la Ley, asumirán una función relevante en lo que al control de constitucionalidad de las leyes se refiere. En este nuevo contexto se entiende que aunque, por razones en alguna medida de orden práctico, en la línea kelseniana, el control de constitucio- nalidad se siga acomodando a una estructura concentrada en un órgano, el Tribunal Constitucional, que tendrá la última palabra en lo que al mismo se refiere, ya no se considere necesaria la conversión del Tribunal en un “legis- lador negativo”, como modo de articular su colaboración con el “legislador positivo”, y todo ello frente al poder judicial. La praxis de los Tribunales Constitucionales no ha hecho sino avanzar en esta dirección, certificando la quiebra del modelo kelseniano del leg

Demanda, contestación y vicisitudes - PROCESAL CIVIL 1

NEOCONSTITUCIONALISMO Y PONDERACIÓN JUDICIAL

NEOCONSTITUCIONALISMO Y PONDERACIÓN JUDICIAL Luis PRIETO SANCHÍS Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Castilla-La Mancha SUMARIO: 1. ¿Qué puede entenderse por neoconstitucionalismo?–2. El modelo de Estado cons- titucional de Derecho.–3. El neoconstitucionalismo como teoría del Derecho.–4. La ponderación y los conflictos constitucionales.–5. El juicio de ponderación.–6. Ponderación, discrecionalidad y democracia. 1. ¿QUÉ PUEDE ENTENDERSE POR NEOCONSTITUCIONALISMO? EOCONSTITUCIONALISMO, constitucionalismo contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto confuso para aludir a dis- tintos aspectos de una presuntamente nueva cultura jurídica. Creo que son tres las acepciones principales (1). En primer lugar, el constitucionalismo puede encarnar un cierto tipo de Estado de Derecho, designando, por tanto, el modelo institucional de una determinada forma de organización política. En segundo término, el consti- tucionalismo es también una teoría del Derecho, más concretamente aquella teoría apta para explicar las características de dicho modelo. Finalmente, por constitucio- nalismo cabe entender también la ideología que justifica o defiende la fórmula política así designada. Aquí nos ocuparemos preferentemente de algunos aspectos relativos a las dos primeras acepciones, pero conviene decir algo sobre la tercera. En realidad, el AFDUAM 5 (2001), pp. 201-228. (1) Con algunas libertades adopto aquí el esquema propuesto por P. Comanducci, «Formas de (neo)constitucionalismo: un reconocimiento metateórico», trabajo inédito. (neo)constitucionalismo como ideología presenta diferentes niveles o proyecciones. El primero y aquí menos problemático es el que puede identificarse con aquella filosofía política que considera que el Estado constitucional de Derecho representa la mejor o más justa forma de organización política. Naturalmente, que sea aquí el menos problemático no significa que carezca de problemas; todo lo contrario, pre- sentar el constitucionalismo como la mejor forma de gobierno ha de hacer frente a una objeción importante, que es la objeción democrática o de supremacía del legis- lador: a más Constitución y a mayores garantías judiciales, inevitablemente se redu- cen las esferas de decisión de las mayorías parlamentarias, y ocasión tendremos de comprobar que ésta es una de las consecuencias de la ponderación judicial. Una segunda dimensión del constitucionalismo como ideología es aquella que pretende ofrecer consecuecias metodológicas o conceptuales y que puede resumir- se así: dado que el constitucionalismo es el modelo óptimo de Estado de Derecho, al menos allí donde existe cabe sostener una vinculación necesaria entre el Dere- cho y la moral y postular, por tanto, alguna forma de obligación de obediencia al Derecho. Por último, la tercera versión del constitucionalismo ideológico, que suele ir unida a la anterior y que tal vez podría denominarse constitucionalismo dogmático, representa una nueva visión de la actitud interpretativa y de las tareas de la ciencia y de la teoría del Derecho, propugnando bien la adopción de un punto de vista interno o comprometido por parte del jurista, bien una labor crítica y no sólo descriptiva por parte del científico del Derecho. Ejemplos de estas dos últimas implicaciones pueden encontrarse en los planteamientos de autores como Dwor- kin, Habermas, Alexy, Nino, Zagrebelsky y, aunque tal vez de un modo más mati- zado, Ferrajoli (2). 2. EL MODELO DE ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO En la primera acepción, como tipo de Estado de Derecho, cabe decir que el neoconstitucionalismo es el resultado de la convergencia de dos tradiciones consti- tucionales que con frecuencia han caminado separadas (3): una primera que conci- be la Constitución como regla de juego de la competencia social y política, como pacto de mínimos que permite asegurar la autonomía de los individuos como suje- tos privados y como agentes políticos a fin de que sean ellos, en un marco demo- crático y relativamente igualitario, quienes desarrollen libremente su plan de vida personal y adopten en lo fundamental las decisiones colectivas pertinentes en cada momento histórico. En líneas generales, esta es la tradición norteamericana origi- naria, cuya contribución básica se cifra en la idea de supremacía constitucional y en su consiguiente garantía jurisdiccional: dado su carácter de regla de juego y, por (2) He tratado de estos aspectos en Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 2.ª ed., 1999, pp. 49 y ss. (3) Sobre esas dos tradiciones sigo en lo fundamental el esquema propuesto por M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 1996, pp. 55 y ss.; del mismo autor, vid. también Constitución. De la antigüedad a nuestros días, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001, pp. 71 y ss. tanto, de norma lógicamente superior a quienes participan en ese juego, la Consti- tución se postula como jurídicamente superior a las demás normas y su garantía se atribuye al más «neutro» de los poderes, a aquel que debe y que mejor puede man- tenerse al margen del debate político, es decir, al poder judicial. La idea del poder constituyente del pueblo se traduce aquí en una limitación del poder político y, en especial, del más amenazador de los poderes, el legislativo, mediante la cristaliza- ción jurídica de su forma de proceder y de las barreras que no puede traspasar en ningún caso. En este esquema, es verdad que el constitucionalismo se resuelve en judicialismo, pero –con independencia ahora de cuál haya sido la evolución del Tribunal Supremo norteamericano (4)– se trata en principio de un judicialismo estrictamente limitado a vigilar el respeto hacia las reglas básicas de la organiza- ción política. La segunda tradición, en cambio, concibe la Constitución como la encarnación de un proyecto político bastante bien articulado, generalmente como el programa directivo de una empresa de transformación social y política. Si puede decirse así, en esta segunda tradición la Constitución no se limita a fijar las reglas de juego, sino que pretende participar directamente en el mismo, condicionando con mayor o menor detalle las futuras decisiones colectivas a propósito del modelo económi- co, de la acción del Estado en la esfera de la educación, de la sanidad, de las rela- ciones laborales, etc. También en líneas generales, cabe decir que esta es la con- cepción del constitucionalismo nacido de la revolución francesa, cuyo programa transformador quería tomar cuerpo en un texto jurídico supremo. Sin embargo, aquí la idea de poder constituyente no quiere agotarse en los estrechos confines de un documento jurídico que sirva de límite a la acción política posterior, sino que pretende perpetuarse en su ejercicio por parte de quien resulta ser su titular indis- cutible, el pueblo; pero, como quiera que ese pueblo actúa a través de sus represen- tantes, a la postre será el legislativo quien termine encarnando la rousseauniana voluntad general que, como es bien conocido, tiende a concebirse como ilimitada. Por esta y por otras razones, que no es del caso comentar, pero entre las que se encuentra la propia disolución de la soberanía del pueblo en la soberanía del Esta- do, tanto en Francia como en el resto de Europa a lo largo del siglo XIX y de parte del XX, la Constitución tropezó con dificultades prácticamente insalvables para asegurar su fuerza normativa frente a los poderes constituidos, singularmente fren- te al legislador y frente al gobierno. De modo que este constitucionalismo se resuelve más bien en legalismo: es el poder político de cada momento, la mayoría en un sistema democrático, quien se encarga de hacer realidad o, muchas veces, de frustrar cuanto aparece «prometido» en la Constitución. Sin duda, la presentación de estas dos tradiciones resulta esquemática y nece- sariamente simplificada. Sería erróneo pensar, por ejemplo, que en el primer mode- lo la Constitución se compone sólo de reglas formales y procedimentales, aunque sólo sea porque la definición de las reglas de juego reclama también normas sus- tantivas relativas a la protección de ciertos derechos fundamentales. Como tam- bién sería erróneo suponer que en la tradición europea todo son Constituciones revolucionarias, prolijas en su afán reformador y carentes de cualquier fórmula de (4) Sobre esa evolución puede verse Ch. WOLFE, La transformación de la interpretación cons- titucional, trad. de M. G. RUBIO DE CASAS y S. VALCÁRCEL, Civitas, Madrid, 1991. garantía frente a los poderes constituidos. Pero, como aproximación general, creo que sí es cierto que en el primer caso la Constitución pretende determinar funda- mentalmente quién manda, cómo manda y, en parte también, hasta dónde puede mandar; mientras que en el segundo caso la Constitución quiere condicionar tam- bién en gran medida qué debe mandarse, es decir, cuál ha de ser la orientación de la acción política en numerosas materias. Aunque, eso sí, como contrapartida, la fórmula más modesta parece haber gozado de una supremacía normativa y de una garantía jurisdiccional mucho más vigorosa que la exhibida por la versión más ambiciosa. El neoconstitucionalismo reúne elementos de estas dos tradiciones: fuerte contenido normativo y garantía jurisdiccional. De la primera de esas tradiciones se recoge la idea de garantía jurisdiccional y una correlativa desconfianza ante el legislador; cabe decir que la noción de poder constituyente propia del neoconsti- tucionalismo es más liberal que democrática, de manera que se traduce en la existencia de límites frente a las decisiones de la mayoría, no en el apoderamien- to de esa mayoría a fin de que quede siempre abierto el ejercicio de la soberanía popular a través del legislador. De la segunda tradición se hereda, sin embargo, un ambicioso programa normativo que va bastante más allá de lo que exigiría la mera organización del poder mediante el establecimiento de las reglas de juego. En pocas palabras, el resultado puede resumirse así: una Constitución transfor- madora que pretende condicionar de modo importante las decisiones de la mayo- ría, pero cuyo protagonismo fundamental no corresponde al legislador, sino a los jueces. Para comprender mejor el alcance del constitucionalismo contemporáneo, al menos en el marco de la cultura jurídica europea, tal vez conviene recordar y tomar como punto de referencia la aportación del Kelsen, cuyo modelo de justi- cia constitucional, llamado de jurisdicción concentrada, sigue siendo por lo demás el modelo vigente en Alemania, Italia, España o Portugal, aunque segura- mente esa vigencia se cifre más en la apariencia de su forma de organización que en la realidad de su funcionamiento. Kelsen, en efecto, fue un firme partidario de un constitucionalismo escueto, circunscrito al establecimiento de normas de competencia y de procedimiento, esto es, a una idea de Constitución como norma normarum, como norma reguladora de las fuentes del Derecho y, con ello, reguladora de la distribución y del ejercicio del poder entre los órganos estatales (5). La Constitución es así, ante todo, una norma «interna» a la vida del Estado, que garantiza sólo el pluralismo en la formación parlamentaria de la ley, y no una norma «externa» que desde la soberanía popular pretenda dirigir o con- dicionar de manera decisiva la acción política de ese Estado, es decir, el conteni- (5) Advertía Kelsen que la Constitución, especialmente si crea un Tribunal Constitucional, debería de abstenerse de todo tipo de fraseología, porque «podrían interpretarse las disposiciones de la Constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad, la libertad, la moralidad, etc. como directivas relativas al contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidente- mente equivocada», pues conduciría a la sustitución de la voluntad parlamentaria por la voluntad judi- cial: «el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente insoportable», «La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)», en Escritos sobre la democracia y el socialismo, ed. de J. RUIZ MANERO, Debate, Madrid, 1988, pp. 142 y s. do de sus leyes (6). Puede decirse que con Kelsen el constitucionalismo europeo alcanza sus últimas metas dentro de lo que eran sus posibilidades de desarrollo: la idea de un Tribunal Constitucional es verdad que consagraba la supremacía jurídica de la Constitución, pero su neta separación de la jurisdicción ordinaria representaba el mejor homenaje al legislador y una palmaria muestra de descon- fianza ante la judicatura, bien es verdad que entonces estimulada por el Derecho libre; y, asimismo, la naturaleza formal de la Constitución, que dejaba amplísi- mos espacios a la política, suponía un segundo y definitivo acto de reconoci- miento al legislador (7). Constituciones garantizadas sin contenido normativo y Constituciones con un más o menos denso contenido normativo, pero no garantizadas. En cierto modo, éste es el dilema que viene a resolver el neoconstitucionalismo, apostando por una conjugación de ambos modelos: Constituciones normativas garantizadas. Que una Constitución es normativa significa que, además de regular la organización del poder y las fuentes del Derecho –que son dos aspectos de una misma realidad–, genera de modo directo derechos y obligaciones inmediatamente exigibles. Los documentos jurídicos adscribibles al neoconstitucionalismo se caracterizan, efecti- vamente, porque están repletos de normas que le indican a los poderes públicos, y con ciertas matizaciones también a los particulares, qué no pueden hacer y muchas veces también qué deben hacer. Y dado que se trata de normas y más concretamen- te de normas supremas, su eficacia ya no depende de la interposición de ninguna voluntad legislativa, sino que es directa e inmediata. A su vez, el carácter garanti- zado de la Constitución supone que sus preceptos pueden hacerse valer a través de los procedimientos jurisdiccionales existentes para la protección de los derechos: la existencia de un Tribunal Constitucional no es, desde luego, incompatible con el neoconstitucionalismo, pero sí representa un residuo de otra época y de otra con- cepción de las cosas, en particular de aquella época y de aquella concepción (kel- seniana) que hurtaba el conocimiento de la Constitución a los jueces ordinarios, justamente por considerar que aquélla no era una verdadera fuente del Derecho, sino una fuente de las fuentes, cuyos conflictos habían de dirimirse ante un órgano especialísimo con un rostro mitad político y mitad judicial. Pero si la Constitución es una norma de la que nacen derechos y obligaciones en las más diversas esferas de relación jurídica, su conocimiento no puede quedar cercenado para la jurisdic- ción ordinaria, por más que la existencia de un Tribunal Constitucional imponga complejas y tensas fórmulas de armonización. El constitucionalismo europeo de posguerra parece así haber tomado elemen- tos de distintas procedencias, conjugándolos de un modo bastante original. Frente a la idea rousseauniana de una soberanía popular permanentemente activa que, (6) Como dice F. Rubio, hay en Kelsen «una repugnancia a admitir la vinculación del legislador a los preceptos no puramente organizativos de la Constitución, a aceptar la predeterminación del con- tenido material de la ley», «Sobre la relación entre el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial en el ejercicio de la jurisdicción constitucional», Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 4, 1982, p. 40. (7) Sobre el modelo de justicia constitucional kelseniano y sus insuficiencias desde la perspec- tiva del constitucionalismo contemporáneo he tratado en «Tribunal Constitucional y positivismo jurí- dico», en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, compilación de M. CARBONELL, Porrúa, UNAM, México, 2000, pp. 312 y ss. además de dotarse de una Constitución, quiere prolongarse en la inagotable volun- tad general que se hace efectiva a través del legislador, parece haber retornado más bien a la herencia norteamericana que veía en la Constitución la expresión acabada de un poder constituyente limitador de los poderes constituidos, incluido el legisla- dor. Pero, frente a la concepción más escueta de la Constitución como regla del juego que se reduce a ordenar el pluralismo político en la formación de la ley, una visión presente en el primer constitucionalismo norteamericano pero también en Kelsen, las nuevas Constituciones no renuncian a incorporar en forma de normas sustantivas lo que han de ser los grandes objetivos de la acción política, algo que se inscribe mejor en la tradición de la revolución francesa. Del primero de los mode- los enunciados se deduce la garantía judicial, que es el método más consecuente de articular la limitación del legislador; pero del segundo se deducen los parámetros del enjuiciamiento, que ya no son reglas formales y procedimentales, sino normas sustantivas. Desde esta perspectiva, no cabe duda que el Estado constitucional representa una fórmula del Estado de Derecho, acaso su más cabal realización, pues si la esencia del Estado de Derecho es el sometimiento del poder al Derecho, sólo cuan- do existe una verdadera Constitución ese sometimiento comprende también al legislativo. Y esto en sí mismo no es ninguna novedad. Ya en 1966, Elías Díaz se preguntaba si en el Estado de Derecho habría base para el absolutismo legislativo y su respuesta era categóricamente negativa: «el poder legislativo está limitado por la Constitución y por los Tribunales, ordinarios o especiales según los sistemas, que velan por la garantía de la constitucionalidad de las leyes» (8). Sin embargo, al margen de que el citado autor insistiese más en el principio de legalidad que en el de constitucionalidad y al margen también de que afirmase la supremacía (más que el equilibrio) del legislativo sobre el judicial, hay al menos dos elementos en el constitucionalismo contemporáneo que suponen una cierta corrección al modelo liberal europeo de Estado de Derecho y ambos han sido ya aludidos. El primero es la fuerte «rematerialización» constitucional, impensable en el contexto decimonó- nico. La Constitución ya no sólo limita al legislador al establecer el modo de pro- ducir el Derecho y, a lo sumo, algunas barreras infranqueables, sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni concluyente. El segundo elemento, y tal vez más importante, es lo que pudiéramos llamar el desbordamiento constitu- cional (9), esto es, la inmersión de la Constitución dentro del ordenamiento jurídi- co como una norma suprema. Los operadores jurídicos ya no acceden a la Consti- tución a través del legislador, sino que lo hacen directamente, y, en la medida en que aquella disciplina numerosos aspectos sustantivos, ese acceso se produce de modo permanente, pues es difícil encontrar un problema jurídico medianamente serio que carezca de alguna relevancia constitucional. (8) E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Edicusa, Madrid, 1966, p. 21. La afir- mación se mantiene inalterada en la novena edición, Taurus, Madrid, 1998, pp. 47 y s. (9) Tomo prestada la expresión de A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, Sevilla, 1993, un trabajo por lo demás muy luminoso para comprender algunas implicaciones del constitucionalismo contempo- ráneo. Conviene subrayar la importancia que para la justicia constitucional tiene la confluencia de esas dos tradiciones y, consiguientemente, la incorporación de prin- cipios, derechos y directivas a un texto que se quiere con plena fuerza normativa. Porque ahora esas cláusulas materiales no se presentan sólo como condiciones de validez de las leyes, según advirtió Kelsen de forma crítica. Si únicamente fuese esto, el asunto sería transcendental sólo para aquellos órganos con competencia específica para controlar la ley, lo que en verdad no es poco. Sin embargo, la voca- ción de tales principios no es desplegar su eficacia a través de la ley –se entiende, de una ley respetuosa con los mismos– sino hacerlo de una forma directa e inde- pendiente. Con lo cual, la normativa constitucional deja de estar «secuestrada» dentro de los confines que dibujan las relaciones entre órganos estatales, deja de ser un problema exclusivo que resolver entre el legislar y el Tribunal Constitucio- nal, para asumir la función de normas ordenadoras de la realidad que los jueces ordinarios pueden y deben utilizar como parámetros fundamentales de sus decisio- nes. Desde luego, las decisiones del legislador siguen vinculando al juez, pero sólo a través de una interpretación constitucional que efectúa este último (10). 3. EL NEOCONSTITUCIONALISMO COMO TEORÍA DEL DERECHO El Estado constitucional de Derecho que acaba de ser descrito parece reclamar una nueva teoría del Derecho, una nueva explicación que en buena medida se aleja de los esquemas del llamado positivismo teórico. Hay algo bastante obvio: la crisis de la ley, una crisis que no responde sólo a la existencia de una norma superior, sino también a otros fenómenos más o menos conexos al constitucionalismo, como el proceso de unidad europea, el desarrollo de las autonomías territoriales, la revitali- zación de las fuentes sociales del Derecho, la pérdida o deterioro de las propias con- diciones de racionalidad legislativa, como la generalidad y la abstracción, etc. (11). En suma, la ley ha dejado de ser la única, suprema y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez éste sea el síntoma más visible de la cri- sis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a los dogmas de la estatali- dad y de la legalidad del Derecho. Pero seguramente la exigencia de renovación es más profunda, de manera que el constitucionalismo esté impulsando una nueva teoría del Derecho, cuyos rasgos más sobresalientes cabría resumir en los siguien- tes cinco epígrafes, expresivos de otras tantas orientaciones o líneas de evolución: más principios que reglas; más ponderación que subsunción; omnipresencia de la Constitución en todas las áreas jurídicas y en todos los conflictos mínimamente relevantes, en lugar de espacios exentos en favor de la opción legislativa o regla- mentaria; omnipotencia judicial en lugar de autonomía del legislador ordinario; y, por último, coexistencia de una constelación plural de valores, a veces tendencial- (10) En palabras de L. Ferrajoli, «la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo para- digma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución», Derechos y garantías. La ley del más débil, Introducción de P. Andrés, trad. de P. Andrés y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1999, p. 26. (11) Me he ocupado de ello en «Del mito a la decadencia de la ley. La ley en el Estado consti- tucional», en Ley, Principios, Derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 17 y ss. mente contradictorios, en lugar de homogeneidad ideológica en torno a un puñado de principios coherentes entre sí y en torno, sobre todo, a las sucesivas opciones legislativas (12). Comenzaremos por lo que tal vez se perciba mejor, la omnipresencia de la Constitución. Como hemos dicho, esta última ofrece un denso contenido material compuesto de valores, principios, derechos fundamentales, directrices a los pode- res públicos, etc., de manera que es difícil concebir un problema jurídico mediana- mente serio que no encuentre alguna orientación y, lo que es más preocupante, en ocasiones distintas orientaciones en el texto constitucional: libertad, igualdad –for- mal, pero también sustancial– seguridad jurídica, propiedad privada, cláusula del Estado social, y así una infinidad de criterios normativos que siempre tendrán alguna relevancia. Es más, cabe decir que detrás de cada precepto legal se adivina siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice. Por ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran, sin duda, respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como lo que la Constitución española llama «función social» de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promo- ción del bienestar general, el derecho a la vivienda o a la educación, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden requerir una limitación de la propiedad o de la autonomía de la voluntad. Es lo que se ha llamado a veces el efecto «impregnación» o «irradiación» del texto constitucional; de alguna mane- ra, todo deviene Derecho constitucional y en esa misma medida la ley deja de ser el referente supremo para la solución de los casos. Porque la Constitución es una norma y una norma que está presente en todo tipo de conflictos, el constitucionalismo desemboca en la omnipotencia judicial. Esto no ocurriría si la Constitución tuviese como único objeto la regulación de las fuentes del Derecho o, a lo sumo, estableciese unos pocos y precisos derechos fun- damentales, pues en tal caso la normativa constitucional y, por consiguiente, su garantía judicial sólo entrarían en juego cuando se violase alguna condición de la producción normativa o se restringiera alguna de las áreas de inmunidad garantiza- da. Pero, en la medida en que la Constitución ofrece orientaciones en las más hete- rogéneas esferas y en la medida en que esas esferas están confiadas a la garantía judicial, el legislador pierde lógicamente autonomía. No es cierto, ni siquiera en el neoconstitucionalismo, que la ley sea una mera ejecución del texto constitucional, pero sí es cierto que éste «impregna» cualquier materia de regulación legal, y entonces la solución que dicha regulación ofrezca nunca se verá por completo exenta de la evaluación judicial a la luz de la Constitución. En cierto modo, ha quedado ya explicado el último de los rasgos antes enun- ciados: el neoconstitucionalismo no representa un pacto en torno a unos pocos (12) Resumo aquí la caracterización más o menos coincidente que ofrecen distintos autores, como R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. de Jorge M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 159 y ss.; G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, epílogo de G. Peces-Barba, Trotta, Madrid, 1995, pp. 109 y ss.; R. GUASTINI, «La “costituzionalizza- zione” dell’ordinamento italiano», en Ragion Pratica, núm. 11, 1998, pp. 185 y ss. Puede verse tam- bién mi Constitucionalismo y Positivismo, citado, pp. 15 y ss. principios comunes y coherentes entre sí, sino más bien un pacto logrado mediante la incorporación de postulados distintos y tendencialmente contradictorios. En ocasiones, esto es algo que resulta patente y hasta premeditado, como sucede con el artículo 27 de la Constitución española (13). Otras veces, sin embargo, lo que ocurre es que se incorporan normas que resultan coherentes en el nivel abstracto o de la fundamentación, pero que conducen a eventuales conflictos en el nivel con- creto o de la aplicación. Así, y como ya hemos avanzado, las Constituciones suelen estimular las medidas de igualdad sustancial, pero garantizan también la igualdad jurídica o formal, y es absolutamente evidente que toda política orientada en favor de la primera ha de tropezar con el obstáculo que supone la segunda; se proclama la libertad de expresión, pero también el derecho al honor, y es, asimismo, obvio que pueden entrar en conflicto; la cláusula del Estado social, que comprende dis- tintas directrices de actuación pública, necesariamente ha de interferir con el modelo constitucional de la economía de mercado, con el derecho de propiedad o con la autonomía de la voluntad y, desde luego, ha de interferir siempre con las antiguamente indiscutibles prerrogativas del legislador para diseñar la política social y económica. Y así sucesivamente; tal vez sea exagerar un poco, pero casi podría decirse que no hay norma sustantiva de la Constitución que no encuentre frente a sí otras normas capaces de suministrar eventualmente razones para una solución contraria. Este carácter contradictorio de los documentos constitucionales presenta una extraordinaria importancia para el tema central que ha de ocuparnos, pero resulta también relevante desde la perspectiva del constitucionalismo ideológico al que aludimos al principio. Y es que, dada la densidad normativa de las Constituciones en torno principalmente al amplio catálogo de derechos fundamentales, es corrien- te escuchar que estos documentos jurídicos son algo así como el compendio de una nueva moral universal, que «ya no flota sobre el derecho... (sino que) emigra al interior del derecho positivo» (14). Ciertamente, son muchas las dificultades para concebir los derechos fundamentales como una verdadera ética, incluso aunque los entendamos de una forma homogénea en torno a la tradición liberal, pues los dere- chos encarnan más bien un consenso jurídico acerca de lo que podemos hacer, más que un consenso moral acerca de lo que debemos hacer (15). Pero es que, además, los derechos constitucionales no sólo se muestran como tendencialmente contra- dictorios en lo que tienen de ejercicio de la libertad, sino que responden incluso a (13) El artículo 27, cuya elaboración estuvo a punto de frustrar el consenso en la fase constitu- yente, regula el modelo educativo de una forma bastante prolija mediante la incorporación de postula- dos y pretensiones procedentes de distintas filosofías o ideologías educativas, por lo demás siempre presentes en la historia de la España contemporánea; por simplificar, algunos de los preceptos parecen dar satisfacción a la opción confesional, mientras que otros estimulan el desarrollo de la opción laica. Pero la cuestión es que, tal y como ha sido interpretado este artículo, no cabe decir que permita sin más el triunfo absoluto de una u otra opción, según cuál sea la mayoría parlamentaria, sino que recla- ma una fórmula integradora capaz de armonizar ambas, es decir, reclama un «encaje de bolillos», que por cierto termina efectuando el Tribunal Constitucional. (14) J. HABERMAS, «¿Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad?», en Escritos sobre moralidad y eticidad, Introducción y trad. de M. Jiménez Redondo, Paidós, Barcelona, 1991, p.168. (15) Sobre esta y otras dificultades de «La ética de los derechos», vid. el trabajo con este mismo título de F. VIOLA, Doxa, núm. 22, 1999, pp. 507 y ss. un esquema de valores diferente y en tensión; es lo que, con Zagrebelsky, podría- mos llamar la disociación entre los derechos y la justicia (16). Ciertamente, tras el panorama expuesto, pudiera pensarse que estas Constitu- ciones del neoconstitucionalismo son un despropósito, un monumento a la antino- mia: un conjunto de normas contradictorias entre sí que se superponen de modo permanente dando lugar a soluciones dispares. Sucedería efectivamente así si las normas constitucionales apareciesen como reglas, pero ya hemos dicho que una de las características del neoconstitucionalismo es que los principios predominan sobre las reglas. Mucho se ha escrito sobre este asunto y es imposible resumir siquiera los términos del debate. Pero, a mi juicio, la cuestión es la siguiente: si bien individualmente consideradas las normas constitucionales son como cuales- quiera otras, cuando entran en conflicto interno suelen operar como se supone que hacen los principios. La diferencia puede formularse así: cuando dos reglas se muestran en conficto ello significa que o bien una de ellas no es válida, o bien que una opera como excepción a la otra (criterio de especialidad). En cambio, cuando la contradicción se entabla entre dos principios, ambos siguen siendo simultánea- mente válidos, por más que en el caso concreto y de modo circunstancial triunfe uno sobre otro (17). Inmediatamente habremos de volver sobre esta cuestión, pero dado que hemos hablado de principios es el momento de formular la siguiente pregunta: el neocons- titucionalismo ¿determina una nueva teoría de la interpretación jurídica? (18). Algu- nos han respondido afirmativamente sugiriendo que el género de interpretación que requieren los principios constitucionales es sustancialmente distinto al tipo de inter- pretación que reclaman las reglas legales. Pero se impone una respuesta más cauta, al menos por dos motivos: primero, porque no existe una sola teoría de la interpreta- ción anterior al neoconstitucionalismo, ni tampoco una sola alentada o fundada en el mismo; desde el positivismo, en efecto, se ha mantenido tanto la tesis de la uni- dad de respuesta correcta (el llamado paleopositivismo), como la tesis de la discre- cionalidad (Kelsen, Hart); y desde el constitucionalismo, o asumiendo las conse- cuencias del mismo, resulta posible encontrar también defensores de la unidad de solución correcta (Dworkin), de la discrecionalidad débil (Alexy) (19) y de la dis- crecionalidad fuerte (Guastini, Comanducci). No creo que la entrada en escena o la desaparición de textos constitucionales hiciese cambiar de opinión a estos autores (16) G. ZAGREBELSKY, El derecho dúctil, citado, pp. 75 y ss. (17) Esta es la caracterización que hace R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de E. Garzón Valdés, CEC, Madrid, 1993, pp. 81 y ss. (18) Sobre la pretendida especificidad de la interpretación constitucional debe verse P. Coman- ducci, «Modelos e interpretación de la Constitución», en Teoría de la Constitución. Ensayos escogi- dos, citado, pp. 123 y ss. Aquí se sostiene de forma convincente que, en realidad, los modelos de inter- pretación constitucional son dependientes o se conectan estrechamente con la forma de concebir la Constitución misma. (19) Seguramente, son R. DWORKIN y R. ALEXY los autores en que con mayor intensidad se aprecian las implicaciones de una teoría de los principios que es, en suma, una teoría del constitucio- nalismo contemporáneo; implicaciones que van más allá del ámbito meramente explicativo acerca del funcionamiento de los sistemas jurídicos para alcanzar las esferas metodológicas y conceptuales sobre la idea de Derecho y su relación con la moral. Vid. sobre el particular A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de R. Dworkin y R. Alexy, CEPC, Madrid, 1998. acerca de la naturaleza de la interpretación. Y en segundo lugar ocurre que, aun cuando aceptásemos que los principios supongan una teoría de la interpretación propia, en ningún momento se ha dicho que los principios sean exclusivos de la Constitución. Las pautas normativas que suelen recibir el nombre de principios, como la libertad o la igualdad, estaban y siguen estando presentes en las leyes en forma de apelaciones al orden público, a la moralidad, a la equidad, etc.; y no creo que a primera vista se adivinen diferencias en la forma de aplicación de todas estas pautas. De manera que, si cabe hablar de alguna peculiaridad de la interpretación constitucional, la diferencia sería más de carácter cuantitativo que cualitativo: las Constituciones parecen presentar en mayor medida que las leyes un género de nor- mas, que suelen llamarse principios y que requieren el empleo de ciertas herramien- tas interpretativas. El estudio de una de estas herramientas nos llevará al último de los rasgos enunciados: más ponderación que subsunción. En resumen, dado que la teoría del Derecho pretende explicar o describir los rasgos caracterizadores y el modo de funcionamiento de los sistemas jurídicos, el cambio operado en estos últimos merced al constitucionalismo reclama nuevos planteamientos teóricos y, por tanto, la revisión de la herencia positivista que, al menos en el continente europeo, se forjó a la vista de realidades distintas. En parti- cular, me parece obvio que se impone una profunda revisión de la teoría de las fuentes del Derecho, sin duda menos estatalista y legalista, pero probablemente también más atenta al surgimiento de nuevas fuentes sociales; tampoco puede olvi- darse, en segundo lugar, el impacto que el constitucionalismo tiene sobre el modo de concebir la norma jurídica y la necesidad de considerar la presencia de nuevas «piezas del Derecho» (20), en particular de los principios; por último, pero muy unido a este último aspecto, se reclama también una más meditada y compleja teoría de la interpretación, alejada desde luego del formalismo decimonónico, pero que, a mi juicio, tampoco ha de conducirnos a conclusiones muy diferentes a las que propi- ció el positivismo maduro, esto es, a la tesis de la discrecionalidad, aunque, eso sí, pasando por el tamiz de la teoría de la argumentación. Todo ello es, sin duda, impor- tante, pero creo que no compromete el modo de enfocar la actividad teórica sobre el Derecho; como dice Comanducci, «la teoría del Derecho neoconstitucionalista resul- ta ser nada más que el positivismo jurídico de nuestros días» (21). 4. LA PONDERACIÓN Y LOS CONFLICTOS CONSTITUCIONALES (20) «Las piezas del Derecho» de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO es precisamente el título de una de las obras que más ha contribuido a revisar la teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelo- na, 1996. (21) P. COMANDUCCI, «Formas de (neo)constitucionalismo: un reconocimiento metateórico», citado, p. 14 del texto mecanografiado. deración, en efecto, hay siempre razones en pugna, intereses o bienes en conflicto, en suma, normas que nos suministran justificaciones diferentes a la hora de adop- tar una decisión. Ciertamente, en el mundo del Derecho el resultado de la pondera- ción no ha de ser necesariamente el equilibrio entre tales intereses, razones o nor- mas; al contrario, lo habitual es que la ponderación desemboque en el triunfo de alguno de ellos en el caso concreto. En cambio, donde sí ha de existir equilibrio es en el plano abstracto: en principio, han de ser todos del mismo valor, pues, de otro modo, no habría nada que ponderar; sencillamente, en caso de conflicto se impon- dría el de más valor. Ponderar es, pues, buscar la mejor decisión (la mejor senten- cia, por ejemplo) cuando en la argumentación concurren razones justificatorias conflictivas y del mismo valor. Lo dicho sugiere que la ponderación es un método para la resolución de cierto tipo de antinomias o contradicciones normativas. Desde luego, no de todas: no de aquellas que puedan resolverse mediante alguno de los criterios al uso, jerárquico, cronológico o de especialidad. Es obvio que los dos primeros no son aplicables a los conflictos constitucionales, que se producen en el seno de un mismo documen- to normativo. No así el tercero; por ejemplo, en la sucesión a la Corona de España se preferirá «el varón a la mujer» (art.57.1 CE) y ésta es una norma especial frente al mandato de igualdad ante la Ley del artículo14, que además expresamente prohi- be discriminación alguna por razón de sexo (22). Sin embargo, el criterio de especialidad en ocasiones también puede resultar insuficiente para resolver ciertas antinomias, concretamente aquellas donde no es posible establecer una relación de especialidad. Ello ocurre en las que algunos han llamado antinomias contingentes o en concreto (23), o antinomias externas o pro- pias del discurso de aplicación (24), o más comúnmente antinomias entre princi- pios. Moreso ha sugerido que ello ocurre cuando estamos en presencia de derechos (y deberes correlativos) incondicionales y derrotables (25), esto es, de deberes categóricos o cuya observancia no está sometida a la concurrencia de ninguna con- dición, pero que son prima facie o que pueden ser derrotados en algunos casos. Así, entre el deber de cumplir las promesas y el deber de ayudar al prójimo no se advierte ninguna contradicción en abstracto, pero es evidente que el conflicto puede suscitarse en el plano aplicativo, sin que pueda tampoco establecerse entre ellos una relación de especialidad, concibiendo uno de los deberes como una excepción permanente frente al otro. Para decirlo con palabras de Günther, «en el discurso de aplicación las normas válidas tienen tan sólo el status de razones prima (22) Aunque espero que el ejemplo pueda valer, conviene aclarar que en realidad no hay ningu- na norma constitucional que imponga el trato jurídico igual para hombres y mujeres; es más, de ser así, resultarían inviables las medidas que tratan de equilibrar la previa desigualdad social de la mujer. Lo que el artículo14 prohíbe es la desigualdad inmotivada o no razonable, es decir, lo que se llama dis- criminación. El artículo 57.1 permite excluir toda deliberación: en orden a la sucesión a la Corona no procede discutir si es razonable o no preferir al varón; así lo impone una norma especial y ello es sufi- ciente. Sobre el principio de igualdad y su particular forma de aplicación he tratado en «Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial», en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 69 y ss. (23) R. GUASTINI, Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. FERRER, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 167. (24) K. GÜNTHER, «Un concepto normativo de coherencia para una teoría de la argumentación jurídica», trad. de J. C. VELASCO, Doxa 17-18, 1995, p. 281. (25) J. J. MORESO, «Conflictos entre principios constitucionales», trabajo inédito, p. 13. facie para la justificación de enunciados normativos particulares tipo “debes hacer ahora p”. Los participantes saben qué razones son las definitivas tan sólo después de que hayan aducido todas las razones prima facie relevantes en base a una des- cripción completa de la situación» (26). Desde mi punto de vista, los conflictos constitucionales susceptibles de ponde- ración no responden a un modelo homogéneo, como tampoco lo hacen los princi- pios. De un lado, en efecto, creo que llamamos principios a las normas que carecen o que presentan de un modo fragmentario el supuesto de hecho o condición de aplicación, como sucede con la igualdad o con los derechos fundamentales. No puede en tales supuestos observarse el criterio de especialidad porque éste requiere que la descripción de la condición de aplicación aparezca explícita (27). Pero, de otra parte, son principios también las llamadas directrices o mandatos de optimiza- ción, que se caracterizan no ya por la nota de la incondicionalidad, sino por la par- ticular fisonomía del deber que incorporan, consistente en seguir una cierta con- ducta que puede ser realizada en distinta medida. Aquí la ponderación es necesaria porque la determinación de la medida o grado de cumplimiento del principio que resulta exigible en cada caso depende de distintas circunstancias y, en particular, de la presencia de otros principios en pugna. En la primera acepción, los principios no tienen por qué ser mandatos de optimización, sino que pueden requerir un com- portamiento cierto y determinado. En la segunda acepción, los principios no tienen por qué carecer de condición de aplicación (28). Dado que los mandatos de optimización pueden ser condicionales, es decir, describir en su enunciado el supuesto de hecho o la condición en que resulta proce- dente su seguimiento u observancia, cabe preguntarse si, cuando ello sucede, resul- taría viable resolver el conflicto mediante el criterio de la lex specialis. Por ejem- plo, si sobre la policía de tráfico recae el deber genérico de «procurar la fluidez de la circulación» y el deber específico en caso de accidente de «atender con la mayor diligencia a los heridos», podría pensarse que, cuando concurre esta última cir- cunstancia, el segundo de los mandatos desplaza al primero en virtud del criterio de especialidad. En la práctica, así viene a suceder casi siempre en un supuesto como el comentado. Sin embargo, creo que aun en estos casos merece la pena mantener la idea de ponderación porque, cuando entra en conflicto una directriz o mandato de optimización, la medida de su cumplimiento o satisfacción depende de (26) K. GÜNTHER, «Un concepto normativo de coherencia...», citado, p. 283. (27) R. GUASTINI ha sugerido que la clase de antinomias que «de hecho» son resueltas median- te ponderación bien podrían encontrar respuesta mediante el criterio de la lex specialis, «reformulando en sede interpretativa uno de los principios y, precisamente, introduciendo en ellos una cláusula de excepción o exclusión», Distinguiendo, citado, pp. 168 y s. Si he entendido bien, creo que más o menos en eso consiste la ponderación, en afirmar que cuando se produce cierta situación o concurre determinada circunstancia fáctica, una norma desplaza a la otra, de modo que dicha situación o cir- cunstancia excluye o representa una excepción a la eficacia de esta última. Sin embargo, aunque el resultado sea el mismo, ello no obedece a que la condición de aplicación descrita en una norma sea un «caso especial» respecto de la descrita en aquella con la que se entabla el conflicto, y ello porque jus- tamente, como se ve en ejemplo propuesto, estos principios carecen de condición de aplicación. De ahí que merezca subrayarse la matización de GUASTINI, «reformulando en sede interpretativa» lo que no aparece formulado en sede de los enunciados normativos. (28) Me he ocupado del tema con mayor detalle en «Diez argumentos sobre los principios», en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 52 y ss. la medida en que resulte exigible la realización del otro principio. Puede ocurrir, como en el ejemplo comentado, que el resultado del balance de razones dé como resultado la prioridad absoluta de uno de los mandatos, y entonces la conclusión sería idéntica a la que obtendríamos de observar el criterio de especialidad. Pero no tiene por qué ser siempre así; al contrario, lo normal es que la presencia de un principio reduzca, pero no elimine, la exigibilidad del mandato de optimización. Es más, incluso en caso de accidente de tráfico, el deber de procurar la fluidez de la circulación no quedará por igual en suspenso, cualquiera que sean las conse- cuencias del accidente, el estado de los heridos y otras circunstancias que cabe considerar. En definitiva, creo que estos conflictos o antinomias se caracterizan: 1) porque o bien no existe una superposición de los supuestos de hecho de las normas, de manera que es imposible catalogar en abstracto los casos de posible conflicto, o bien porque, aun cuando pudieran identificarse las condiciones de aplicación, con- curren mandatos que ordenan observar simultáneamente distintas conductas en la mayor medida posible; 2) porque, dada la naturaleza constitucional de los princi- pios en conflicto y el propio carácter de estos últimos, la antinomia no puede resol- verse mediante la declaración de invalidez de alguna de las normas, pero tampoco concibiendo una de ellas como excepción permanente a la otra; 3) porque, en con- secuencia, cuando en la práctica se produce una de estas contradicciones, la solu- ción puede consistir bien en el triunfo de una de las normas, bien en la búsqueda de una solución que procure satisfacer a ambas, pero sin que pueda pretenderse que en otros casos de conflicto el resultado haya de ser el mismo. De este modo, en un sistema normativo pueden convivir perfectamente el reconocimiento de la libertad personal y la tutela de la seguridad pública, la libertad de expresión y el derecho al honor, la igualdad formal y la igualdad sustancial, el derecho de propiedad y la tutela del medio ambiente o el derecho a la vivienda, la libertad de manifestación y la protección del orden público, el derecho a la tutela judicial y la seguridad jurídi- ca o el principio de celeridad y buena administración de justicia. No cabe decir que entre todas estas previsiones exista una antinomia; pero es también claro que en algunos casos puede entablarse un conflicto que ni puede resolverse mediante la declaración de invalidez de una de ellas, ni tampoco a través de un criterio de espe- cialidad que conciba a una como excepción frente a la otra. De acuerdo con la conocida clasificación de Ross, Guastini ha propuesto con- cebir estas antinomias contingentes o aptas para la ponderación como antinomias del tipo parcial/parcial (29). Ello significa que los ámbitos de validez de las res- pectivas normas son parcialmente coincidentes, de manera que en ciertos supues- tos de aplicación entrarán en contradicción, pero no en todos, pues ambos precep- tos gozan también de un ámbito de validez suplementario donde la contradicción no se produce. No estoy del todo seguro de que el esquema de Ross sea adecuado para explicar el conflicto entre principios, al menos entre los que hemos llamado incondicionales, que carecen de una tipificación del supuesto de aplicación. Me parece que las tipologías total/total, total/parcial y parcial/parcial están pensadas, (29) R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 169. De A. ROSS, vid. Sobre el Derecho y la justicia (1958), trad. de G. CARRIÓ, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 125. en efecto, para dar cuenta de las antinomias entre normas en las que se produce una superposición (parcial o total) de sus condiciones de aplicación, pero esto es algo que no ocurre con nuestros principios. A mi juicio, la intuición de Guastini tiene razón, pero sólo en parte: tiene razón en el sentido de que, al igual que acon- tece en la antinomia parcial/parcial, en las contingentes o en concreto la contradic- ción es eventual, no se produce en todos los casos de aplicación; pero la diferencia estriba en que en la antinomia parcial/parcial podemos catalogar exhaustivamente los casos de conflicto, es decir, sabemos cuándo se producirá éste, ya que las nor- mas presentan supuestos de aplicación parcialmente coincidentes que es posible conocer en abstracto, mientras que tratándose de principios la colisión sólo se des- cubre, y se resuelve, en presencia de un caso concreto, y los casos en que ello suce- de resultan a priori imposibles de determinar. Incluso cabría pensar si en algunos casos la antinomia entre principios pudiera adscribirse mejor a la tipología total/parcial o incluso total/total, en el sentido de que siempre que se intentase aplicar un principio surgiría el conflicto con otro. De modo que ya no serían antinomias circunstanciales o contingentes, sino necesarias. Así, entre el artículo 9.2, que estimula acciones en favor de la igualdad sustancial, y el artículo 14, que proclama la igualdad ante la Ley, se produce un conflicto necesa- rio, en el sentido de que siempre que se trate de arbitrar una medida en favor de la igualdad social o sustancial para ciertos individuos o grupos nos veremos obligados a justificar cómo se supera el obstáculo del artículo14, que nos ofrece una razón en sentido contrario. En realidad, lo que ocurre con el principio de igualdad es que la Constitución no suministra la descripción de las situaciones de hecho que imponen, como razón definitiva, un tratamiento jurídico igual o desigual; no sabemos, desde la Constitución, qué personas y circunstancias, ni a efectos de qué, han de ser trata- dos de un modo igual o desigual. Esto es algo que no cabe resolver en abstracto, sino en presencia de los casos de aplicación. Entre el artículo 9.2 y el 14 es obvio que no existe una relación de jerarquía o cronológica, pero tampoco de especiali- dad, dado que precisamente carecemos de una tipificación de los supuestos de hecho que nos permita discernir cuándo procede otorgar preferencia a uno u otro. Y, sin embargo, el conflicto resulta irremediable, pues siempre que deseemos cons- truir igualdades de facto habremos de aceptar desigualdades de iure; pero ese con- flicto hemos de resolverlo en el discurso de aplicación o ante el caso concreto (30). 5. EL JUICIO DE PONDERACIÓN Los supuestos hasta aquí examinados se caracterizan, pues, por la existencia de un conflicto constitucional que no es posible resolver mediante el criterio de (30) Del mismo modo, si concebimos la existencia de un principio general de libertad, cabría decir que todas las normas constitucionales que ofrecen cobertura a una actuación estatal limitadora de la libertad se encontrarían siempre prima facie en conflicto con dicho principio y, por ello, requeri- rían en todo caso un esfuerzo de justificación. De ello me he ocupado en un trabajo sobre «La limita- ción de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades», en Derechos y Libertades, núm. 8, 2000, pp. 429 y ss. especialidad. El juez ante el caso concreto encuentra razones de sentido contradic- torio; y es obvio que no cabe resolver el conflicto declarando la invalidez de algu- na de esas razones, que son precisamente razones constitucionales, ni tampoco afirmando que algunas de ellas han de ceder siempre en presencia de su opuesta, pues ello implicaría establecer una jerarquía que no está en la Constitución. Tan sólo cabe entonces formular un enunciado de preferencia condicionada, trazar una «jerarquía móvil» o «axiológica» (31), y afirmar que en el caso concreto debe triunfar una de las razones en pugna, pero sin que ello implique que en otro no deba triunfar la contraria. La ponderación intenta ser un método para la fundamen- tación de ese enunciado de preferencia referido al caso concreto; un auxilio para resolver conflictos entre principios del mismo valor o jerarquía, cuya regla consti- tutiva puede formularse así: «cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfac- ción de otro» (32). En palabras del Tribunal Constitucional, «no se trata de estable- cer jerarquías de derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situa- ción jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de ellos, en su eficacia recíproca» (33). Se ha criticado que la máxima de la ponderación de Alexy es una fórmula hueca, que no añade nada al acto mismo de pesar o de comprobar el juego relativo de dos magnitudes escalares, mostrándose incapaz de explicar por qué efectivamen- te un principio pesa más que otro (34). Y, ciertamente, si lo que se espera de ella es que resuelva el conflicto mediante la asignación de un peso propio o independiente a cada principio, el juego de la ponderación puede parecer decepcionante; la «canti- dad» de lesión o de frustración de un principio (su peso) no es una magnitud autó- noma, sino que depende de la satisfacción o cumplimiento del principio en pugna, y, a la inversa, el peso de este último está en función del grado de lesión de su opuesto. Pero creo que esto tampoco significa que sea una fórmula hueca, sino que no es una fórmula infalible. A mi juicio, la virtualidad de la ponderación reside principalmente en estimular una interpretación donde la relación entre las normas constitucionales no es una relación de independencia o de jerarquía, sino de continuidad y efectos recípro- cos, de manera que, hablando por ejemplo de derechos, el perfil o delimitación de los mismos no viene dado en abstracto y de modo definitivo por las fórmulas habituales (orden público, derecho ajeno, etc.), sino que se decanta en concreto a la luz de la necesidad y justificación de la tutela de otros derechos o principios en pugna. Por eso, la ponderación conduce a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto. Lo caracterís- tico de la ponderación es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferen- cia siempre al deber de mantener las promesas sobre el deber de ayudar al prójimo, o a la seguridad pública sobre la libertad individual, o a los derechos civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al caso concreto que no (31) R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 170. (32) R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 161. (33) STC 320/1994. (34) P. DE LORA, «Tras el rastro de la ponderación», en Revista Española de Derecho Constitu- cional, núm. 60, 2000, pp. 363 y s. excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto, de esa jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes o valores en conflicto ni a la formulación de uno de ellos como excepción permanente frente al otro, sino a la preservación abstracta de ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto sea preciso reconocer primacía a uno u otro (35). Suele decirse que la ponderación es el método alternativo a la subsunción: las reglas serían objeto de subsunción, donde, comprobado el encaje del supuesto fác- tico, la solución normativa viene impuesta por la regla; los principios, en cambio, serían objeto de ponderación, donde esa solución es construida a partir de razones en pugna. Ello es cierto, pero no creo que la ponderación constituya una alternati- va a la subsunción, diciendo algo así como que el juez ha de optar entre un camino u otro. A mi juicio, operan en fases distintas de la aplicación del Derecho; es ver- dad que, si no existe un problema de principios, el juez se limita a subsumir el caso en el supuesto o condición de aplicación descrito por la Ley, sin que se requiera ponderación alguna. Pero cuando existe un problema de principios y es preciso ponderar, no por ello queda arrinconada la subsunción; al contrario, el paso previo a toda ponderación consiste en constatar que en el caso examinado resultan rele- vantes o aplicables dos principios en pugna. En otras palabras, antes de ponderar es preciso «subsumir», constatar que el caso se halla incluido en el campo de apli- cación de los dos principios. Por ejemplo, para decir que una pena es despropor- cionada por representar un límite al ejercicio de un derecho, antes es preciso que el caso enjuiciado pueda ser subsumido no una, sino dos veces: en el tipo penal y en el derecho fundamental (36). Problema distinto es que, a veces, las normas llama- das a ser ponderadas carezcan o presenten de forma fragmentaria el supuesto de (35) En realidad, cabe pensar también en soluciones intermedias donde la ponderación no se resuelve en el triunfo circunstancial de uno de los principios, sino en la búsqueda de una solución con- ciliadora. Es el llamado principio de concordancia práctica, que en ocasiones aparece sugerido por el Tribunal Constitucional: «el intérprete constitucional se ve obligado a ponderar los bienes y derechos en función del supuesto planteado, tratando de armonizarlos si ello es posible o, en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que podría admitirse la prevalencia de uno de ellos», STC 53/1985 (el subrayado es mío). Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses en el Derecho Administrativo, M. Pons, Madrid, 2000, pp. 28 y s. Así, por ejemplo, el juez que examina el acto administrativo de prohibición de una manifestación dispone de tres posibilidades de decisión: confirmar el acto y con ello la prohibición, declarar la procedencia de la manifestación en los términos solicitados o, en fin, establecer unas condiciones de ejercicio que intenten preservar al mismo tiempo el derecho fundamental y la protección del orden público. Vid. sobre el particular J. C. GAVARA DE CARA, El sistema de organización del ejercicio del derecho de reunión y manifesta- ción, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 108 y ss. (36) Aquí se plantea una cuestión interesante sobre la que no es posible detenerse: que en el caso enjuiciado resulten relevantes al mismo tiempo un tipo penal y un derecho fundamental significa que entre este último y sus límites (penales) no existe una frontera nítida. Así lo ha confesado el Tri- bunal Constitucional en su conocida sentencia 49/1999 (Mesa Nacional de Herri Batasuna): que los hechos fueran constitutivos del delito de colaboración con banda armada «no significa que quienes realizan esas actividades no estén materialmente expresando ideas, comunicando información y parti- cipando en asuntos públicos» y, precisamente porque lo están haciendo, porque están ejerciendo dere- chos, aún pueden beneficiarse del juicio de ponderación; juicio que, por cierto, desembocó en la esti- mación del recurso de amparo por violación del principio estricto de proporcionalidad. Todo lo cual nos habla en favor de una teoría amplia del supuesto de hecho de derechos fundamentales, como he tratado de mostrar en mi trabajo ya citado «La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clasusura del sistema de libertades». hecho, de modo que decidir que son pertinentes al caso implique un ejercicio de subsunción que pudiéramos llamar valorativa; no es obvio, por ejemplo, que con- sumir alcohol o dejarse barba constituyan ejercicio de la libertad religiosa –que lo constituyen–, pero es imprescindible «subsumir» tales conductas en el tipo de la libertad religiosa para luego ponderar ésta con los principios que fundamentan su eventual limitación. Pero si antes de ponderar es preciso de alguna manera subsumir, mostrar que el caso individual que examinamos forma parte del universo de casos en el que resultan relevantes dos principios en pugna, después de ponderar creo que aparece de nuevo la exigencia de subsunción. Y ello es así porque, como se verá, la ponde- ración se endereza a la formulación de una regla, de una norma en la que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se elimina o posterga uno de los principios para ceder el paso a otro que, superada la antinomia, opera como una regla y, por tanto, como la premisa normativa de una subsunción. La ponderación nos debe indicar que en las condiciones X,Y,Z el principio 1 (por ejemplo, la libertad reli- giosa) debe triunfar sobre el 2 (por ejemplo, la tutela del orden público); de donde se deduce que quien se encuentra en las condiciones X,Y,Z no puede ser inquieta- do en sus prácticas religiosas mediante la invocación de la cláusula del orden público. La ponderación se configura, pues, como un paso intermedio entre la declaración de relevancia de dos principios en conflicto para regular prima facie un cierto caso y la construcción de una regla para regular, en definitiva, ese caso; regla que, por cierto, merced al precedente, puede generalizarse y terminar por hacer innecesaria la ponderación en los casos centrales o reiterados (37). Dado ese carácter de juicio a la luz de las circunstancias del caso concreto, la ponderación constituye una tarea esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar. Al contrario, nadie puede negar que serían deseables leyes pon- deradas, es decir, leyes que supieran conjugar del mejor modo posible todos los principios constitucionales; y, en un sentido amplio, la Ley irremediablemente pondera cuando su regulación privilegia o acentúa la tutela de un principio en detri- mento de otro. Ahora bien, al margen de que el proceso argumentativo que luego será descrito es difícilmente concebible en el cuerpo de una Ley (acaso sólo en su exposición de motivos o preámbulo), lo que a mi juicio no puede hacer el legisla- dor es eliminar el conflicto entre principios mediante una norma general, diciendo algo así como que siempre triunfará uno de ellos, pues eliminar la colisión con ese carácter de generalidad requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos cons- titucionales que, sencillamente, supondría asumir un poder constituyente (38). La Ley, por muy ponderada que resulte, ha de dejar siempre abierta la posibilidad de que el principio que la fundamenta (por ejemplo, la protección de la seguridad ciu- (37) Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses en Derecho Administrativo, citado, pp. 150 y ss. (38) Por ello, me parece muy discutible la idea de que sea el legislador quien realice pondera- ciones prima facie, cuyo efecto sería hacer recaer la carga de la argumentación sobre la defensa del principio preterido, como explica J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes..., citado, p. 165. Si de la Constitución no se deduce esa carga de la argumentación ni tampoco un orden de pre- ferencia entre los principios implicados, imponerlo mediante la Ley se asemeja mucho a una tarea constituyente. dadana) pueda ser ponderada con otros principios (por ejemplo, la libertad ideoló- gica, de manifestación, etc.). La Ley, por tanto, representa una forma de ponderación en el sentido indicado, pero puede, a su vez, ser objeto de ponderación en el curso de un enjuiciamiento abstracto por parte del Tribunal Constitucional. La ponderación dará lugar enton- ces a una declaración de invalidez cuando se considere injustificadamente lesiva para uno de los principios en juego; por ejemplo, si se acuerda que una Ley penal establece una pena irracional o absolutamente desproporcionada para la conducta tipificada que representa a su vez un límite al ejercicio de un derecho (39), o si se consideran también desproporcionadas o fútiles las exigencias legales para el ejer- cicio de algún derecho. Sin embargo, la virtualidad más apreciable de la ponderación quizá no se encuentre en el enjuiciamiento abstracto de leyes, sino en los casos concretos donde se enjuician comportamientos de los particulares o de los poderes públicos. No se trata sólo de preservar el principio democrático expresado en la Ley. Lo que ocurre es que la ponderación resulta un procedimiento idóneo para resolver casos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios que en abstracto pueden convivir sin dificultad, como pueden convivir –es importante destacarlo– las respectivas leyes que constituyen una especificación o concreción de tales prin- cipios. Así, cuando un juez considera que, pese a que una cierta conducta lesiona el derecho al honor de otra persona y pese a resultar de aplicación el tipo penal o la norma civil correspondiente, debe primar, sin embargo, el principio de la libertad de expresión, lo que hace es prescindir de la Ley punitiva o protectora del honor pero no cuestionar su constitucionalidad. Y hace bien, porque la Ley no es inconsti- tucional, sino que ha de ser interpretada de manera tal que la fuerza del principio que la sustenta (el derecho al honor) resulte compatible con la fuerza del principio en pugna, lo que obliga a reformular los límites del ilícito a la luz de las exigencias de la libertad de expresión. Una cuestión diferente es si la Ley ya constitucional, esto es, una Ley confirma- da por el Tribunal Constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda, puede sustituir o hacer innecesaria la ponderación judicial, realizando «por adelantado» y en el plano abstracto lo que de otro modo habría de verificarse en el juicio de pon- deración aplicativa. La Ley, en efecto, puede establecer que en la circunstancia X debe triunfar un principio sobre otro, cerrando así el supuesto de hecho o, si se pre- fiere, convirtiendo en condicional lo que era un deber incondicional o categórico, y en tal caso cabe decir que la ponderación ha sido ya realizada por el legislador, de modo que al juez no le queda más tarea que la de subsumir el caso dentro del pre- cepto legal, sin ulterior deliberación. Ahora bien, creo que esto es cierto en la medida en que no concurran otras circunstancias relevantes no tomadas en consi- (39) Conviene advertir que, según una reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no existe un derecho fundamental a la proporcionalidad de las penas, es decir, no cabe impugnar un tipo penal sólo porque la pena se juzgue excesiva. En cambio, de la sentencia antes comentada relativa a Herri Batasuna parece deducirse que el control entra en juego cuando aparece implicado otro derecho fundamental –la libertad de expresión o de participación política– del que el tipo penal sería su límite. Por mi parte, considero preferible entender que todo tipo penal puede representar en principio un lími- te a la libertad constitucional y que, por ello, la proporcionalidad de las penas representa una exigencia autónoma. deración por el legislador y que, sin embargo, permitan al principio postergado o a otros conexos recobrar su virtualidad en el caso concreto. Por ejemplo, del artículo 21.2 de la Constitución se deduce que el principio de protección del orden público constituye un límite y, por tanto, entra en colisión con el principio de la libre manifestación ciudadana. Éste es un caso claro de conflicto entre dos principios incondicionales y recíprocamente derrotables, apto pues para la ponderación. Sin embargo, el artículo 494 del Código Penal castiga a quien se manifieste ante el Parlamento cuando está reunido. Si no albergamos dudas sobre la constitucionalidad de este último precepto (porque en otro caso no hay cues- tión), bien puede interpretarse el mismo como un «caso» del principio de orden público, esto es, como el resultado de una ponderación legislativa: la Ley ha cerra- do uno de los supuestos o condiciones de la cláusula del orden público, determi- nando que manifestarse ante las Cortes representa un exceso o abuso en el ejerci- cio del derecho. Pero, ¿se elimina toda posibilidad de ponderación judicial? Como regla general, creo que cabe ofrecer una respuesta afirmativa: el juez no debe pon- derar si en el caso concreto enjuiciado el sacrificio de la libertad de manifestación es proporcional o no, pues eso ya lo ha hecho el legislador. Con todo, me parece que no cabe excluir la concurrencia de otras circunstancias relevantes, no tomadas en consideración por la Ley, que pueden reactivar la fuerza del principio derrotado o hacer entrar en juego otros conexos. Así, modificando el ejemplo, si en el curso de una rebelión o golpe de Estado que amenazase las instituciones democráticas, los ciudadanos se manifiestan ante el Congreso reunido a fin de mostrar su adhe- sión, ¿sería de aplicación el tipo penal? Intuitivamente sabemos que no, pero argu- mentativamente podemos justificarlo a través de la ponderación, no ya del derecho de libre manifestación, sino de otros, como la cláusula del Estado de Derecho, la defensa de la soberanía parlamentaria, etc. De manera que, durante largos tramos, la ponderación del legislador desplaza a la del juez, pero sin que pueda cancelarse definitivamente en abstracto lo que sólo puede resolverse en concreto. Desde mi punto de vista, la cuestión de si la Ley puede ser objeto de pondera- ción por el Tribunal Constitucional, y la de si la Ley puede ponderar por sí misma, postergando o haciendo innecesaria la ponderación judicial, son problemas íntima- mente conectados o, más exactamente, problemas cuya respuesta resulta en cierto modo paralela; y esa respuesta tiene que ver con el nivel o grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación descrito en la Ley. En efecto, cuanto más se parece un precepto legal al principio que lo fundamenta, cuanto menor sea la concreción de su condición de aplicación, más difícil ha de resultar un juicio de ponderación por parte del Tribunal Constitucional, pero, a su vez, menor ha de ser también la virtualidad de dicho precepto en orden a evitar la ponderación judicial; esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el tipo de injurias o con las normas de pro- tección civil del derecho al honor: son «ponderaciones» legales que difícilmente podrían considerarse injustificadas en un juicio de ponderación abstracta, pero que, del mismo modo, tampoco impiden una ponderación judicial en el caso con- creto que puede conducir a su postergación en favor de la libertad de expresión o información. Por el contrario, a mayor concreción de la condición de aplicación, esto es, a mayor separación de la estructura principal, más fácil resulta que el Tri- bunal Constitucional pondere la solución legal, pero, a cambio, mayor peso tiene ésta a la hora de evitar la ponderación judicial; así sucede en el ejemplo antes pro- puesto: la norma que prohíbe manifestarse ante el Congreso es perfectamente con- trolable por el Tribunal Constitucional mediante un juicio de ponderación, pero, si supera cualquier sospecha de inconstitucionalidad, convierte en prácticamente innecesaria la ulterior ponderación judicial. En conclusión, cuanto mayor es el número y detalle de las propiedades fácticas que conforman la condición de apli- cación de una Ley, más factible resulta la ponderación del Tribunal Constitucional y más inviable la de la justicia ordinaria. La ponderación ha sido objeto de una elaboración jurisprudencial y doctrinal bastante cuidadosa (40). Tratándose del enjuiciamiento de comportamientos públi- cos, como pueda ser una decisión o una norma que limite un derecho fundamental, la ponderación requiere cumplimentar distintos pasos o fases. Primero, que la medida examinada presente un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de otro principio o derecho, pues si no existe tal fin y la actuación pública es gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva constitucional, entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los térmi- nos de la comparación. En segundo lugar, la máxima de la ponderación requiere acreditar la adecua- ción, aptitud o idoneidad de la medida objeto de enjuiciamiento en orden a la pro- tección o consecución de la finalidad expresada; esto es, la actuación que afecte a un principio o derecho constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se establece. Si esa actuación no es adecuada para la realización de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta última resulta indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y entonces, dado que sí afecta, en cambio, a la realización de otra norma constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención. En realidad, este requisito es una prolon- gación del anterior: si la intromisión en la esfera de un bien constitucional no per- sigue finalidad alguna o si se muestra del todo ineficaz para alcanzarla, ello es una razón para considerarla no justificada. La intervención lesiva para un principio o derecho constitucional ha de ser, en tercer lugar, necesaria; esto es, ha de acreditarse que no existe otra medida que, obteniendo en términos semejantes la finalidad perseguida, resulte menos gravosa o restrictiva. Ello significa que si la satisfacción de un bien constitucional puede alcanzarse a través de una pluralidad de medidas o actuaciones, resulta exigible escoger aquella que menos perjuicios cause desde la óptica del otro principio o derecho en pugna. No cabe duda que el juicio de ponderación requiere aquí de los jueces un género de argumentación positiva o prospectiva que se acomoda con alguna dificultad al modelo de juez pasivo propio de nuestro sistema, pues no basta con constatar que la medida enjuiciada comporta un cierto sacrificio en aras de la (40) Puede verse el número 5, monográfico, de los Cuadernos de Derecho Público, coordinado por J. BARNES, INAP, septiembre-diciembre 1998; también J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponde- ración de bienes e intereses en Derecho Administrativo, citado. En relación con el principio de pro- porcionalidad en materia de derechos fundamentales, especialmente en Derecho alemán, J. C. GAVARA DE CARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo, CEC, Madrid, 1994; y, para España, M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, McGraw-Hill, Madrid, 1996. Por mi parte, he realizado un estudio más detallado en «Observaciones sobre las antinomias y el criterio de ponderación», en Revista de Ciencias Sociales, de Valparaíso (en prensa). consecución de un fin legítimo, sino que invita a «imaginar» o «pronosticar» si ese mismo resultado podría obtenerse con una medida menos lesiva. Finalmente, la ponderación se completa con el llamado juicio de proporciona- lidad en sentido estricto que, en cierto modo, condensa todas las exigencias ante- riores y encierra el núcleo de la ponderación, aplicable esta vez tanto a las interfe- rencias públicas como a las conductas de los particulares. En pocas palabras, consiste en acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora o con la conducta de un particular en orden a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo, y los daños o lesiones que de dicha medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho o para la satisfacción de otro bien o valor; aquí es donde propiamente rige la ley de la ponderación, en el sentido de que cuanto mayor sea la afectación pro- ducida por la medida o por la conducta en la esfera de un principio o derecho, mayor o más urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna. 6. PONDERACIÓN, DISCRECIONALIDAD Y DEMOCRACIA No creo que pueda negarse el carácter valorativo y el margen de discrecionalidad que comporta el juicio de ponderación. Cada uno de los pasos o fases de la argumen- tación que hemos descrito supone un llamamiento al ejercicio de valoraciones: cuan- do se decide la presencia de un fin digno de protección, no siempre claro y explícito en la decisión enjuiciada; cuando se examina la aptitud o idoneidad de la misma, cuestión siempre discutible y abierta a cálculos técnicos o empíricos; cuando se inte- rroga sobre la posible existencia de otras intervenciones menos gravosas, tarea en la que el juez ha de asumir el papel de un diligente legislador a la búsqueda de lo más apropiado; y en fin y sobre todo, cuando se pretende realizar la máxima de la propor- cionalidad en sentido estricto, donde la apreciación subjetiva sobre los valores en pugna y sobre la relación «coste-beneficio» resulta casi inevitable. En suma, como ha mostrado contundentemente Comanducci, los principios no disminuyen, sino que incrementan la indeterminación del Derecho (41), al menos la indeterminación ex ante que es la única que aquí interesa (42). Ni los jueces –tampoco la sociedad– comparten una moral objetiva y conocida, ni son coherentes en sus decisiones, ni construyen un sistema consistente de Derecho y moral para solucionar los casos, ni, en fin, argumentan siempre racionalmente; y ello tal vez se agrave en el caso de la ponderación, donde las «circunstancias del caso» que han de ser tomadas en consi- (41) Vid. P. COMANDUCCI, «Principios jurídicos e indeterminación del Derecho», en P. E. Nava- rro, A. Bouzat y L. M. Esandi (ed.), en Interpretación constitucional, Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, 1999, en especial pp.74 y ss. Que los principios estimulan la discrecionalidad lo defen- dí con más detalle en Sobre principios y normas, CEC, Madrid, 1992, pp. 119 y s. (42) Sobre la distinción entre indeterminación ex ante y ex post, vid. P. COMANDUCCI, Assaggi di metaetica due, Giappichelli, Torino, 1998, pp. 92 y ss. En un sistema que impone la obligación de fallar, el Derecho siempre termina determinándose ex post y, en esa tarea, los principios pueden ser una ayuda para que el juez justifique su decisión, pero, en cambio, no representan una gran ayuda para que sepamos ex ante cuáles son las consecuencias jurídicas de nuestras acciones. deración constituyen una variable de difícil determinación (43), y donde el estable- cimiento de una jerarquía móvil descansa irremediablemente en un juicio de valor. Pero me parece que esto tampoco significa que la ponderación estimule un sub- jetivismo desbocado ni que sea un método vacío o que conduzca a cualquier conse- cuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para todo caso práctico, sí nos indica qué hay que fundamentar para resolver un conflicto constitucional, es decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de un enunciado de preferencia (en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limitación) en función del grado de sacrificio o de afectación de un bien y del grado de satisfacción del bien en pugna. Como dice Alexy en este mismo sentido, las objeciones de irracionalidad o subjetivismo «valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada caso, conduzca exactamente a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento racional o es irracional» (44). Las críticas de subjetivismo no pueden ser eliminadas, pero tal vez sí matizadas. En primer lugar, porque no nos movemos en el plano de cómo se comportan efecti- vamente los jueces, sino de cómo deberían hacerlo; que algunos jueces revistan sus fallos bajo el manto de la ponderación no es una terapia segura que evite las aberra- ciones morales, las tonterías o un decisionismo vacío de toda ponderación (45), pero ello será así cualquiera que sea el modelo de argumentación que propugnemos. Pero, sobre todo, en segundo lugar, me parece que una ponderación que lo sea de verdad no puede dar lugar a cualquier solución. Como sostiene Moreso, es precisa «una reformulación ideal de los principios que tenga en cuenta todas las propiedades potencialmente relevantes» y esto ha de permitirnos establecer una jerarquía condi- cionada entre tales principios susceptible de universalización; «en la medida en que consigamos aislar un conjunto de propiedades relevantes, estamos en disposición de ofrecer soluciones para todos los casos, aunque dichas soluciones puedan ser desa- fiadas cuando cuestionemos la adecuación del criterio por el cual hemos selecciona- do las propiedades relevantes» (46). En resumen, cabe pensar que hay casos centra- les en los que las circunstancias relevantes se repiten y que deberían dar lugar a la construcción de una regla susceptible de universalización y subsunción; aunque tam- poco puede dejarse de pensar en la concurrencia de otras propiedades justificadoras de una alteración en el orden de los principios (47). (43) Al margen de un riesgo cierto para la preservación del principio de igualdad y sobre ello, vid. F. LAPORTA, «Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la Ley», en Doxa, 22, 1999, p. 327. (44) R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 157. (45) Como ha criticado F. LAPORTA, «Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley», citado, p. 327. (46) J. J. MORESO, «Conflictos entre principios constitucionales», citado, pp.14 y 18 y s. del texto mecanografiado. (47) Puede ser interesante recordar aquí la distinción de ALEXY entre casos potenciales y actua- les de derechos fundamentales, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 316. Cabe decir que un caso es potencial cuando la ponderación es superflua: no es que no pueda ponderarse entre la liber- tad religiosa y el derecho a la vida en el caso de una secta que propugne sacrificios humanos; es que resulta innecesario hacerlo porque existe un consenso en torno a las cicunstancias relevantes. En cam- bio, no parece tan superflua esa misma ponderación, y por eso es un caso actual y no potencial, en el supuesto de oposición a determinadas prácticas médicas, como las transfusiones de sangre. Ese carácter valorativo y discrecional me parece que está muy presente en las críticas formuladas a la ponderación como espita abierta al decisionismo y a la subjetividad judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. En realidad, aquí laten dos cuestiones diferentes, la relativa al margen de discrecionalidad que permitiría en todo caso la ponderación y la de la legitimidad del control judicial sobre la Ley, que no sin motivo suelen aparecer entremezcladas. Éste es el caso de Habermas, para quien la consideración de los derechos fundamentales como bie- nes o valores que han de ser ponderados en el caso concreto convierte al Tribunal en un negociador de valores, en una «instancia autoritaria» que invade las compe- tencias del legislador y que «aumenta el peligro de juicios irracionales porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos nor- mativos» (48). La alternativa para un tratamiento racional de la cuestión consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que implica concebir los derechos como auténticos princi- pios, no como valores que puedan ser ponderados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de «hallar entre las normas aplicables prima facie aquella que se acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los puntos de vista» (49). Si he entendido bien, desde esta perspectiva la ponderación no es necesaria porque no puede ocurrir –y, si ocurre, será sólo una apariencia superable– que un mismo caso quede comprendido en el ámbito de dos principios o derechos tendencialmente contradictorios; siempre habrá uno más adecuado que otro y, al parecer, incluso podemos encontrarlo sin recurrir a las valoraciones propias de la ponderación (50). A mi juicio, estas críticas a la ponderación responden a una defectuosa com- prensión de los conflictos constitucionales. Para Habermas, la coherencia sistemá- tica que se predica de las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse racionalmente en el plano de la aplicación, y por ello un principio no puede tener mayor o menor peso, sino que será adecuado o inadecua- do para regular el caso concreto y siempre habrá uno más adecuado (51). Pero sor- prende la ausencia de procedimientos o argumentos alternativos en orden a perfilar el contenido estricto de cada norma y su correspondiente adecuación abstracta a un catálogo exhaustivo de posibles casos de aplicación (52). Justamente, lo que busca la ponderación es la norma adecuada al caso, y no, como parece sugerir Habermas, la imposición más o menos arbitraria de un punto medio; no se trata de negociar (48) J. HABERMAS, Facticidad y validez, Introduccción y traducción de M. JIMÉNEZ REDONDO, Trotta, Madrid, 1998, p. 332. (49) Ibídem, p. 333. (50) Entre nosotros, una tesis semejante es sostenida por A. L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, CEC, Madrid, 1997, pp. 126 y ss. (51) En efecto, por un lado, resulta que «distintas normas no pueden contradecirse unas a otras si pretenden validez para el mismo círculo de destinatarios; tienen que guardar una relación coherente, es decir, formar sistema»; y, de otro lado, sucede que «entre las normas que vengan al caso y las nor- mas que –sin perjuicio de seguir siendo válidas– pasan a un segundo plano hay que poder establecer una relación con sentido, de suerte que no se vea afectada la coherencia del sistema jurídico en su con- junto», Facticidad y validez, citado, pp. 328 y 333. (52) Esto sólo sería alcanzable si fuésemos capaces de establecer relaciones de especialidad entre principios y derechos constitucionales, algo que, como hemos visto, no parece viable. entre valores, sino de construir una regla susceptible de universalización para todos los casos que presenten análogas propiedades relevantes. Es verdad que esa cons- trucción permite el desarrollo de distintas argumentaciones no irracionales y per- mite, por tanto, dentro de ciertos límites, alcanzar soluciones dispares; y esto es algo que tampoco parece aceptar Habermas dada su defensa de la tesis de la uni- dad de solución correcta (53). Una segunda línea crítica, entrelazada con la anterior, se refiere específica- mente a la inconveniencia de la ponderación en los procesos sobre la constitucio- nalidad de la Ley. Jiménez Campo, que no tiene «ninguna duda sobre la pertinen- cia del control de proporcionalidad en la interpretación y aplicación judicial de los derechos fundamentales», opina, sin embargo, que el enjuiciamiento de la Ley «no perdería gran cosa, y ganaría alguna certeza, si se invocara menos –o se excluyera, sin más– el principio de proporcionalidad como canon genérico de la Ley» (54). Todo parece indicar que esta diferencia no obedece a algún género de imposibili- dad teórica o conceptual, sino más bien a motivos políticos o constitucionales. En efecto, la ponderación sugiere que toda intervención legislativa, al menos en la esfera de los derechos, requiere el respaldo de otro derecho o bien constitucional, de modo que «la legislación se reduciría a la exégesis de la Constitución»; pero «las cosas no son así, obviamente... la Constitución no es un programa» (55). Creo que esta opinión se inscribe o podría servir como argumento complemen- tario a las posiciones que de un modo más general ponen en duda la legitimidad democrática de la fiscalización judicial de la Ley, cuestión que no procede analizar ahora. Ciertamente, ya he dicho que el control abstracto de leyes no es la actividad más idónea para el desarrollo de la ponderación, estrechamente conectada al caso concreto. Tal vez por eso la jurisprudencia se muestra muy prudente en la aplica- ción de la máxima de proporcionalidad al enjuciamiento de leyes (56), de modo que no parece perseguir el triunfo de una racionalidad «mejor», sino el remedio a una absoluta falta de racionalidad. Por otro lado, es sin duda cierto que la actividad legislativa no ha de verse como una mera ejecución de la Constitución y que, por tanto, dispone de una amplia libertad configuradora (57). Sin embargo, y al mar- gen de que lógicamente lo que no puede perseguir son fines inconstitucionales, (53) J. HABERMAS, Facticidad y validez, citado, pp. 293 y ss. (54) J. JIMÉNEZ CAMPO, Derechos fundamentales. Concepto y garantías, Trotta, Madrid, 1999, pp. 77 y 80. (55) Ibídem, p. 75. En un sentido análogo dice E. FORSTHOFF que la proporcionalidad equivale a «la degradación de la legislación... al situarla bajo las categorías del Derecho Administrativo», esto es, al pretender equiparar el control sobre la discrecionalidad administrativa con el control sobre la discrecionalidad del legislador, El Estado en la sociedad industrial, trad. de L. LÓPEZ GUERRA y J. NICOLÁS MUÑIZ, IEP, Madrid, 1975, pp. 240 y s. (56) Así, la STC 55/1996 habla de sacrificio «patentemente» innecesario de derechos, de «eviden- te» y «manifiesta» suficiencia de medios alternativos, de desequilibrio «patente», etc. Vid. M. MEDINA GUERRERO, «El principio de proporcionalidad y el legislador de los derechos fundamentales», en el núm. 5 de los Cuadernos de Derecho Público, citado, pp. 121 y ss. (57) Es más, el Tribunal Constitucional no parece mostrarse muy riguroso en la comprobación del efectivo y expreso respaldo constitucional de la finalidad perseguida por el legislador, bastando una relación indirecta o mediata entre ésta y el sistema de valores que se deduce de la Constitución. Vid. M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, citado, pp. 71 y ss. ocurre que el juicio de ponderación no se agota en la comprobación de la existen- cia de un fin legítimo, sino que, como hemos visto, incluye también otros pasos o exigencias cuya consideración, me parece, no hay motivo para excluir radicalmen- te en relación con el legislador (58). Por otra parte, si de lo que se trata es de mantener el respeto a la autoridad democrática del legislador, tampoco acabo de entender que se rechace la pondera- ción en el control de las Leyes y que se acepte en los procesos ordinarios de apli- cación de los derechos (59), pues, a la postre, en esta ponderación aparecerá con frecuencia involucrada una Ley. En realidad, la fiscalización abstracta de las leyes podría desaparecer sin gran merma para el sistema de garantías (60). Lo que no podría desaparecer es la defensa de los derechos por parte de la justicia ordinaria, cuyo primer y preferente parámetro normativo no es la Ley, sino la Constitución; y es aquí justamente donde la ponderación despliega toda su virtualidad. Como observa Ferrajoli, una concepción no meramente procedimentalista de la democra- cia ha de ser «garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no sim- plemente de la omnipotencia de la mayoría» y esa garantía sólo puede ser operati- va con el recurso a la instancia jurisdiccional (61). Sin duda, la idea de los principios y el método de la ponderación, que aparecen indisociablemente unidos, representan un riesgo para la supremacía del legislador y, con ello, para la regla de mayorías que es fundamento de la democracia. Pero, por lo que alcanzo a entender, es un riesgo inevitable si quiere mantenerse una ver- sión tan fuerte del constitucionalismo como la presentada al comienzo de este tra- bajo. Si las normas sustantivas de la Constitución quieren entenderse dentro del sistema jurídico, como parámetros de enjuiciamiento inmediatamente aplicables, y no por encima y fuera de dicho sistema, su consideración por la justicia ordinaria resulta obligada; y esa consideración, habida cuenta de su carácter tendencialmen- te contradictorio, sólo puede recabar algún género de racionalidad a través de la ponderación. Naturalmente, el constitucionalismo puede también concebirse en una versión más débil, más europea o kelseniana, pero entonces habremos de acep- tar que las normas constitucionales son criterios para la ordenación de las fuentes del Derecho y no fuentes en sí mismas generadoras de derechos y obligaciones directamente vinculantes. En resumen, el neoconstitucionalismo como modelo de organización jurídico política quiere representar un perfeccionamiento del Estado de Derecho, dado que (58) En realidad, creo que JIMÉNEZ CAMPO tampoco se muestra muy seguro de la exclusión cuando transforma la exigencia de ponderación en respeto al principio de igualdad, que incluye preci- samente un juicio de razonabilidad o proporcionalidad, p. 79 de la obra citada. Esto confirmaría, por otra parte, algo que hemos sugerido antes: el control abstracto sobre la Ley por vía de ponderación es una posibilidad directamente conectada al grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación previsto en la Ley, y son precisamente las normas que contemplan casos más específicos o concretos (las menos abstractas y generales) las que mayores sospechas presentan desde la óptica del principio de igualdad. (59) Ésta parece ser también la posición de HABERMAS, quien considera el recurso de amparo como «menos problemático» que el control abstracto de leyes, Facticidad y validez, citado, p. 313. (60) Ya he dicho que, a mi juicio, el Tribunal Constitucional es una herencia de otra época, de aquella que concebía la Constitución como una norma interna a la vida del Estado, separada del resto del sistema jurídico y, por tanto, inaccesible para la justicia ordinaria. (61) L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley del más débil, citado, pp. 23 y s. si es un postulado de éste el sometimiento de todo poder al Derecho, el tipo de Constitución que hemos examinado pretende que ese sometimiento alcance tam- bién al legislador. Bien es cierto que, a cambio, el neoconstitucionalismo implica también una apertura al judicialismo, al menos desde la perspectiva europea, de modo que si lo que gana el Estado de Derecho por un lado no lo quiere perder por el otro, esta fórmula política reclama entre otras cosas una depurada teoría de la argumentación capaz de garantizar la racionalidad y de suscitar el consenso en torno a las decisiones judiciales; y, a mi juicio, la ponderación rectamente entendi- da tiene ese sentido. Inclinarse en favor del legalismo o del judicialismo como modelos predominantes es, según creo, una opción ideológica, pero el intento de hallar un equilibrio –nunca del todo estable– requiere la búsqueda de aquella racio- nalidad no sólo para las decisiones judiciales, sino también para las legislativas, aspecto este último que a veces se olvida. A su vez, como teoría del Derecho, el neoconstitucionalismo estimula una profunda revisión del positivismo teórico y, según alguna opinión –que no comparto–, también del positivismo metodológico. Sea como fuere, de lo expuesto hasta aquí se desprende que el neoconstitucionalis- mo requiere una nueva teoría de las fuentes alejada del legalismo, una nueva teoría de la norma que dé entrada al problema de los principios, y una reforzada teoría de la interpretación, ni puramente mecanicista ni puramente discrecional, donde los riesgos que comporta la interpretación constitucional puedan ser conjurados por un esquema plausible de argumentación jurídica.